Cumplidos los cincuenta años y acabada la laboriosa traducción del Orlando furioso de Ludovico Ariosto, el poeta y músico (también profesor y traductor) José María Micó decide revisitar aquellos clásicos que le han acompañado en su trayectoria vital y que han configurado su visión poética. Es una recapitulación que, lógicamente, tiene algo de autobiográfica y que ha dado lugar a un libro sugerente y hermoso, Clásicos vividos. El trayecto que acomete Micó es poético, esencialmente, y enhebra hilos de la tradición clásica en castellano, catalán e italiano. 

Se inicia este periplo literario con Petrarca, con el De remediis, un libro medieval y moderno al mismo tiempo, de ‘obstinada actualidad’, una especie de summa moral que pretende aliviar y conjurar las pasiones del alma. Indagando en los orígenes de la modernidad, Micó se detiene en Ausías March, que tiene un papel fundamental en la gestación de una nueva lírica en lengua catalana, pero que es, sobre todo, un poeta moderno, fuente literaria para los poetas españoles del Renacimiento e, incluso, inspiración para los poetas de las últimas décadas. En manos de Ausías March, el fino amor trovadoresco ya no sólo es un tema literario sino también una preocupación filosófica y doctrinMicó propone, finalmente, un salto temporal desde el acechante desafío a la tradición literaria en la poesía de Góngora hasta el aire de perfección que aletea en la poesía de Rubén Darío y Juan Ramón Jiménezal. 

También en las Sátiras de Ariosto, más allá del colosal Orlando furioso, se hacen visibles determinados hallazgos para la literatura moderna, conviviendo en armonía la sátira y la epístola. Ariosto, siguiendo el ejemplo de Horacio, abandona finalmente «la poesía y los demás juegos fútiles» para ahondar en la senda de la verdad, empleando la ironía en la misma forma en que lo haría Cervantes después, perfilando una moralidad confesional y autobiográfica. Micó rastrea esta obsesión por la verdad, esta inquietud filosófica y moral, en la tradición castellana, en el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, pero también en el itinerario de don Quijote en Barcelona, donde la apariencia costumbrista de la visita apunta a «un destino ineludible, una suerte de finisterre narrativo y simbólico». 

Micó propone, finalmente, un salto temporal desde el acechante desafío a la tradición literaria en la poesía de Góngora hasta el aire de perfección que aletea en la poesía de Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez. Dotado como nadie con el ‘espíritu de la lengua’, el poeta nicaragüense ha convertido su vida y su obra en la búsqueda de algo casi inasible, a saber, un anhelo de perfección que culmina, como se sabe, en Cantos de vida y esperanza, con una poética de la interrupción que combina la versificación tradicional y las preocupaciones religiosas y filosóficas. Juan Ramón Jiménez, el más grande de los seguidores de Rubén Darío, participa del mismo anhelo de perfección, que se manifiesta en la construcción de una Obra en marcha. Es aquí, quizá, donde se aprecia con mayor claridad que el propio Micó, como poeta, camina en el mismo sentido, siguiendo la misma tradición poética que Rubén Darío y Juan Ramón, destacando la unidad de la obra, como si los poemarios fueran cantos o fases de una vida humana. 

El trazo final de Clásicos vividos, casi autobiográfico en sentido estricto, permite comprender la vocación literaria y poética de Micó. Entonces, y sólo entonces, el lector se percata de que todo apunta, en el libro, hacia la construcción de una Obra en marcha.