Hay músicas difíciles de evitar en un festival de jazz. La de Astor Piazzolla, más que inevitable -un día u otro se acaba tropezando con ella-, era esta vez necesaria, casi obligatoria, por los 100 años de su nacimiento. Y es que la obra del maestro argentino continúa superando décadas, estilos y generaciones. Si las músicas evolucionan, es gracias a que hay artistas que revolucionan la tradición, y Piazzolla ya no es el asesino del tango, sino un héroe argentino. Hoy su contribución a la historia de la música y especialmente al tango es reconocida internacionalmente, pero su camino no fue fácil, y en su día fue también víctima de esos guardianes de las esencias que ven toda evolución como un ataque. Como les pasó con lo jondo a Enrique Morente o Camarón. En la revolución de Piazzolla convivían las ideas musicales heredadas de Stravinsky o Bela Bartok con la tradición del bandoneón, el sonido de Nueva York y los estilos más contemporáneos. “Yo no hago tango, hago música contemporánea de Buenos Aires”, decía Astor. Y así fue convirtiéndose en el tanguista más grande de Argentina, con permiso, eso sí, de Carlos Gardel, que estuvo siempre en lo más alto del escalafón.

Este año se recuerda a Astor Piazzolla con homenajes de todos los estilos musicales. Sin ir más lejos, la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia (OSRM) inauguró la nueva temporada sinfónica con un homenaje al compositor y bandoneonista argentino bajo la batuta de la directora Virginia Martínez. Tiene sentido porque Europa fue su casa de acogida, y en París fue alumno de Nadia Boulanger, la mujer que formó a tantos músicos tan relevantes (fue la maestra de composición de Quincy Jones).

Piazzolla x 100 se presentaba en Cartagena Jazz para celebrar un centenario y mostrar la particular visión del legado de uno de los compositores más influyentes del siglo XX. Con el pianista argentino Federico Lechner -viejo conocido del circuito jazzístico español- al frente, que se ha encargado de los arreglos junto al bandoneista limeño Claudio Constantini, han armado un quinteto en el que también figura el baterista Daniel 'Pipi' Piazzolla, nieto de Astor, el contrabajista zaragozano Antonio Miguel, y la vocalista salmantina Sheila Blanco. Inspiración y creatividad a partes iguales en este recital (donde no faltaron los nervios, tal vez por la responsabilidad de representar tamaño legado en un festival de jazz de tanta solera), donde desfilaron desde la dulce melodía de Ave María, con letra de Fito Páez, hasta el costumbrismo del Chiquilín de Bachín, selección de piezas que son una muestra de la originalidad de la música de Piazzolla.

Si Federico Lechner demostró ser un excelente y sentido intérprete, lleno de ritmo y maestría, que acentúa y colorea sin perder de vista su papel gregario, sus compañeros no se quedaron atrás. El zaragozano Toño Miguel, contrabajista a prueba de balas, potente y preciso, destacó por la creatividad y naturalidad de sus solos, especialmente con el arco. En la batería el argentino Pipi, la cuota de autenticidad, que tomó el micro para hacer una semblanza de su abuelo; un histórico del ritmo con escuela propia que aportaba sus redobles precisos, sin florituras innecesarias (tal vez me sobró el solo-banda-de-musica para introducir Libertango). La presencia escénica, simpatía y buena modulación de Sheila Blanco, expresiva y gestual, contribuyeron a apuntalar su difícil papel sobre el escenario, con un acento porteño nunca arrabalero, porque el tango de don Astor no lo es, de timbre ideal para cantar los textos de Horacio Ferrer. Su voz no se limitó a cantar las letras de las canciones sino que se sumó en ocasiones a la improvisación como un instrumento más. Y, como actor principal, Claudio Constantini, de pie, con su pierna apoyada en una cuña, el fuelle sobre su rodilla, al estilo de Piazzolla, y ese timbre arrebatadoramente melancólico del bandoneón. El intérprete peruano se movía con extraordinaria soltura por la botonera de su instrumento provocando un hechizante efecto. El bandoneón, imprevisible, casi vivo, cambiante de forma, en sus brazos provoca resultados casi hipnóticos para el espectador. Con el fuelle entre las manos desarrolló fantasías sobre un enjambre de sutilezas, de melodías infinitas en las que también son fundamentales los silencios, donde el jazz, la música popular y lo clásico se entremezclan de forma libre, inventando un fascinante folclore imaginario que sorprende y conmueve por su equilibrio de paz y armonía, embelesando con esa música de tonos y tempos moderados, de sonidos extremadamente evocativos.

Desde la rítmica y dicharachera Balada para un loco a la milonga Vienen del sur los recuerdos, o Balada para mi muerte entre disonancias tétricas, inquietantes, con letras de Horacio Ferrer, repasaron durante hora y media algunas de las obras más populares de Astor. Un momento muy especial fue la revisión de la suite del Ángel llevada a terrenos más jazzísticos. El cierre llegó con Libertango, su tema más conocido (quizás la versión más mediática ha sido la que cantó Grace Jones), ejemplo perfecto de la modernidad y maestría del compositor argentino. Todavía regalaron un Oblivion cantado en francés, para despedir este recital de música densa, pacífica, serena y emocional influida fuertemente por el tango. Del júbilo a la melancolía, consiguiendo transmitir toda la confusión de sentimientos que despiertan aún las partituras de Piazzolla, música siempre urbanita y cosmopolita, el corazón de la gran ciudad que late, melancólico alimento para los que viven de amor.