Vaya por delante que no soy lo que se dice objetivo con Amenábar. Ni con Spielberg, su máximo referente. De ellos espero con ilusión sus nuevos proyectos, me hayan decepcionado antes o no. Y junto a Daniel Sánchez Arévalo, el hispanochileno, mi primer flechazo del cine español, es lo que más me gusta de estos lares. Aunque desde su Tesis sea difícil ver un signo distintivo u original en su obra, todo en ella pinta bien y recuerda a lo mejor de lo mejor. Porque no solo es un gran director y guionista (incluso compositor), es que ha visto (y asimilado) más cine que todos nosotros juntos. Y, le salga mejor o peor, hace películas para gustar. Precisamente por ello, con La Fortuna, ha acabado desembarcando en el formato de moda, el universo de las (mini)series, donde Movistar intenta imprimir un sello de calidad. Y lo ha hecho a lo grande.

LA FORTUNA

La serie, de factura impecable, y basada en hechos reales, se centra en el litigio sobre la propiedad de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes (la ‘Fortuna’ en la ficción) entre la ‘empresa cazatesoros’ de EE UU Odyssey y el Ministerio de Cultura de España, y lo hace partiendo del cómic tintinesco El tesoro del Cisne Negro, ilustrado por Paco Roca, con guion de Guillermo Corral, el diplomático protagonista de la hazaña (Alejandro Ventura en la serie), en una suerte de relato autobiográfico.

El hundimiento del barco español en 1804, resultado de un ataque sorpresa de la Armada británica en tiempos de paz, frente al cabo de Santa María, se cobraría centenares de muertos. Pero también dejaría en el fondo del mar un tesoro de cerca de dos millones de pesos (entre monedas y pasta de plata y oro) procedente de las Américas. Del pecio, sito en el golfo de Cádiz, los ‘exploradores’ del Odyssey (Atlantis en la ficción) habrían extraído en 2007 más de medio millón de monedas, que tuvieron que entregar al Estado español, al ser declarado legítimo propietario por el Tribunal de Apelación de Atlanta en 2011, ratificando una sentencia de un juzgado de Florida de 2009, y se pueden contemplar desde 2014 en Cartagena, en el Museo Nacional de Arqueología Subacuática (ARQUA).

No entiendo la identificación, ya sea en clave de estima o censura, con los que habitaron el mismo territorio que uno mismo hace siglos (a menos que se trate de descendientes directos, como los que intenta utilizar la defensa del ‘pirata’ Fran Wild, encarnado con convicción por Stanley Tucci). Pero lo respeto, siempre y cuando no se instrumentalice, en clave histórica, para según qué batallas del presente. Tampoco participo del sentimiento de orgullo inherente al haber nacido en un país, región o localidad determinada. El patriotismo que me gusta es el proactivo, que aúna esfuerzos ante la adversidad (o beneficio) común, ese que la política pone tan difícil, y que tiene lugar tras las bambalinas, permitiendo, por ejemplo, que estemos a la cabeza de los índices de vacunación anti-Covid.

Ahí coloca el foco La Fortuna, en un ejercicio de «no subestimes el empeño de funcionarios españoles» (y abogados USA idealistas, en un crossover internacional, tan bien reflejado en el lenguaje de la serie). Todo pese al ‘sistema’, como reconoce con cierto hastío el personaje del ministro escritor, inspirado en César A. Molina, mejorado por el carisma y gracejo de Karra Elejalde, que es, junto a la BSO de Roque Baños, lo más sobresaliente de la función. Sin desmerecer al personaje de Jonas Pierce (alter ego de James Goold), abogado norteamericano que defendió al Estado español en la causa. Amenábar sigue aquí, tras Mientras dure la guerra, con su cruzada conciliadora (y con el interés por la Historia como exemplum que emprendiese en la injustamente infravalorada Ágora), con esa conexión entre los dos protagonistas: Lucía, abierta, deslenguada y aguerrida (repelente para paladares hechos al carajillo), y el yogurín Álex, más conservador y completamente idealizado, brillante pese a faltarle dos primaveras, y absolutamente achuchable.

CAZATESOROS

En nuestro país, una empresa cazatesoros es impensable. Aunque contamos con los pequeños caballeros del detector de metales (no confundir con los buceadores que encuentran tesoros sin querer, y rinden cuentas de inmediato), una subespecie de cuñados apasionados, presos del efecto Dunning-Kruger. Aquellos que se preocupan por el patrimonio más que los profesionales de la Arqueología y la Administración, y que nos acusan de ser unos vendidos, o de no querer saber ‘la verdad’. Pero el daño del expolio es irreversible: así lo certificaron las campañas arqueológicas llevadas a cabo en el pecio de la Mercedes en un esfuerzo de colaboración entre instituciones sin precedentes, porque a los piratas solo les interesaron los objetos con más valor en el mercado de antigüedades, que no tienen por qué tener más importancia científica. Y devolver lo robado no es suficiente, porque el objeto, privado de su contexto directo, no nos permite reconstruir la historia de la misma forma. Encima, la victoria contra los expoliadores no ha podido ser completa: hace unos días supimos que la demanda que iba al fondo del asunto, por delitos de daños contra el patrimonio y contrabando, había prescrito, y ha quedado sin juzgar. No obstante, si la excelente miniserie de Movistar desmonta el romanticismo de los ‘cazatesoros’ y ensalza la cultura como el verdadero oro hispano, el caso real, al menos, sirvió para reforzar la normativa sobre el patrimonio subacuático, lanzando un contundente aviso para navegantes.