Veinticinco poemas integran el nuevo libro de Antonio Parra. En ellos, sobre la voz de sus maestros, va trazando un camino suyo propio y también de sus lectores, y aunque a veces simule repetirlos, es siempre con un nuevo matiz, un aire nuevo: «y sin embargo aquello / no era tiempo aún sino perfume / sin mancha, don gratuito», dice uniendo con los de Brines leves ecos de Eliot, y: «Vino después el tiempo, que es aquello que nos da / la vida y nos la quita», en la estrofa siguiente del inicial Ahora, cuyas «secretas veredas/ de la infancia» parecen rememorar aquel «bosque de la infancia» que su «memoria rota» cruzaba en La tarde de domingo, primer poema del libro anterior, al que daba título, enlazando de esa sutil manera ambos poemas iniciales y por ende ambos poemarios.

«Es tarde. Pero sueñas entonces / que quizás las horas te regalen / todavía otra mañana prometida / suave y lenta, como la lluvia ahora», leemos al final de la primera estancia del poema titulado precisamente como la obra toda del poeta valenciano, Ensayo de una despedida. «Sí, todavía soy el tiempo, / ese asesino siniestro que me mata / y me da la vida», repite luego en Mañana, antes de formular (En el paseo) este otro hallazgo: «Veo el pulso del tiempo / en la hojarasca del paseo». 

A Borges, otro de sus maestros de constante relectura, homenajea y parafrasea en el poema (titulado -guiño dentro del guiño- como la autobiografía del novelista y poeta inglés Robert Graves) Adiós a todo eso: «Adiós a todo lo que has amado / a la delicada mano que traía / el amor / y la ternura acostumbrada [...] ‘Ya no seré feliz’, tal vez sí importa».

Dos esqueletos encontrados unidos por las manos le dan luego ocasión para homenajear (citando aquel soneto de Quevedo: «Este polvo escondido / bajo el volcán / es polvo enamorado») en el quizás más narrativo y menos lírico poema titulado Bajo el volcán (sí, como la novela de Lowry) donde aventura una hipotética muerte de esos seres cubiertos por la lava de un supuesto volcán: «tal vez fueron enterrados así por otras circunstancias. / Pero es lo mismo, yo prefiero contar la historia / de esta manera. / El fuego mutuo los devoró mientras se amaban». En El joven pastor, en cambio, contrapone la idea filosófico-poética del tiempo como transcurrir inevitable en que están inmersos los humanos, con la otra posible, como conjunto de fenómenos climáticos que determinan la vida del hombre en el campo.

«Déjame soplar el último rescoldo [...] llamar amor / al derrotado fragor de la carne. [...] Y la tarde de domingo se va apagando / y calla todo. Y ya todo es niebla. / O es la luz, acaso, que nos ciega», leemos en Otra tarde de domingo, cuyo título enlaza también con el del libro anterior, y que da paso al tríptico Tres poemas griegos, cuya primera estancia tal vez sea lo mejor del conjunto, con su transición del presente al mito homérico en esa «mujer ya ajada / de una belleza sin modelo»: «Sé que esa mujer es Penélope / que ya no hila ni siquiera espera. / Simboliza la espera sin esperanza / y el tiempo sin porqué / ni Ítaca. / Mientras Ulises navega / descarrilado, el mundo, indiferente, / nos gasta. El reloj no espera, solo mata».

Igualmente estremecedor resulta la segunda estancia del tríptico, con esos «últimos seres que mueren / con una muerte antigua en el corazón / en un mundo que ya no es el suyo [...] y huyo, y me sumerjo en la alegría / impostada de la que vengo. / Pero la sombra negra de luto es la misma / y aguarda emboscada, en otra playa del mar, / en otra esquina, en otra mañana». Luego el crucero por las islas sigue y el viajero sabe «que la barca es la misma / que guía Caronte», pero que ese mar y esa muchedumbre son todavía dones posibles de la vida, y se deja llevar por «la amorosa intensidad, / antes de que la noche caiga».

No faltan en el puñado de poemas restantes homenajes a la belleza de la madurez femenina; al flamenco -parte tan importante de su vida-; a un también ya maduro y moribundo Gil de Biedma (otro de sus poetas preferidos); o el hermoso poema que da título al libro, concebido como ágil sucesión de oxímoron que incluyen este otro feliz hallazgo: «¿Por qué lo llamamos tiempo / cuando solo es polvo futuro / que habita en nuestros ojos / y que cae esparcido al suelo / como azahar de marzo?». Ni falta tampoco, como broche, esa breve invocación final al amor. Algunas concesiones al apunte circunstancial (La sombra, Haiku de invierno, Monarcas) no empañan el resultado final límpido, con ese deje de filosófica melancolía, como corresponde a un libro con el que también parece Antonio Parra querer homenajear siquiera indirectamente -desde su título- a Lucrecio y su nutricio De rerum natura. 

En ese difícil equilibrio entre poemas más largos y narrativos y otros más cortos, de elevado vuelo lírico, reside el atractivo de este libro de tono pareciera que voluntariamente menor, al abrigo de los grandes pero como queriendo no alzar mucho la voz para no importunarlos con verdades sabidas, tratando sólo de buscar conformidad y asentimiento en ellos.