Matías Díaz Padrón (Valverde, El Hierro, 1935) abre la nueva colección de libros de arte del Instituto Moll, ‘Scripta Selecta’, con Peter Paul Rubens. El historiador del arte, conservador jefe de pintura flamenca y holandesa del Museo del Prado hasta 2005, y miembro de la Academia Real de Arqueología de Bélgica, jalona el ‘Corpus Rubenianum’ con sus aportaciones desde 1964. El irrepetible profesor herreño, que en otro tiempo fue conocido en Universidad por ‘Padrón al paredón’ por sus exigentes métodos; al que un magnate mexicano tapaba los ojos para llegar a su secreta mansión a estudiar una obra, presenta un nuevo hito historiográfico sobre el pintor de Amberes.

Tanta dedicación a Rubens permite preguntar si hay algún paralelismo entre la personalidad del artista y del estudioso.

Ojalá, ojalá, compartiera personalidad con Rubens. Mi deseo sería parecerme. Tuvo la suerte de casarse con dos mujeres guapísimas y lograr una fortuna enorme. Obtuvo éxito en todo: en el arte, en los negocios y en la política. Y sin gran esfuerzo. Era una persona noble, buena.

¿Era un genio o un aprovechado del talento de sus discípulos?

Las grandes figuras siempre están expuestas a envidias. Rubens es un genio inconcebible, que supera las limitaciones humanas. Hay quien dice que se tiene que haber valido de sus discípulos en gran medida. No. No. Puede pintar con una velocidad asombrosa y con una calidad deslumbrante. Viene a España nueve meses en el segundo viaje y con una misión diplomática. Lo envía la archiduquesa y el rey Felipe IV se asombra de que mande a un pintor a negociar la paz con Inglaterra. Ella insiste en las cualidades excepcionales, la fidelidad y la honorabilidad de Rubens. Tenemos testimonios directos de lo que pintó en nueve meses estando sin discípulos. Lo cuenta Pacheco, que lo sabe por Velázquez. Otros malvados dicen que le gustaba la vida cortesana. Es mala uva. Es un hombre generoso y lanza a sus discípulos. A Van Dyck lo impulsó para que fuera a Italia. Rubens es lo que es gracias a Italia. Si no, se hubiera quedado en una especie de paleto pintando. Tiene la técnica maravillosa del flamenco, del holandés espectacular y bebe del Renacimiento, de Leonardo, de Miguel Ángel. En España copia casi todos los Tizianos del rey y hace cantidad de encargos. No paró de trabajar. Una labor asombrosa, deslumbrante.

Qué le llevó a dedicar su vida a la pintura flamenca?

Tenía intención de preparar una tesis de la arquitectura del Renacimiento pero mi maestro don Diego Angulo me dijo: «Mire usted, está sin estudiar la presencia de Rubens en España. Tome ese camino, aunque poco le puedo ayudar. Tiene que actuar como autodidacta». La pintura flamenca del siglo XVII en España fue mi tesis, un campo vastísimo y prácticamente virgen, ocupó muchos volúmenes. Todo comenzó en los años sesenta hasta formalizar el catálogo de 1975, el único crítico y razonado de España, La pintura flamenca del siglo XVII en el Museo del Prado, que revisamos en 1977, coincidiendo con la exposición Homenaje a Rubens, y que, a su vez, ha sido el origen de El siglo de Rubens en el Museo del Prado, primero que la pinacoteca nacional logró publicar en 1996 de la mano de Prensa Ibérica.

¿Cómo surge de una pequeña isla del Atlántico un coloso universal de su especialidad?

Me han arrastrado. Siempre me llevan. Nunca ha sido iniciativa mía. Hasta ser conservador de pintura flamenca. Me inclinó don Diego Angulo, catedrático y director del Prado. Puedo decir que he sido arrastrado por las circunstancias. ¿Qué he hecho yo? No he tomado una iniciativa. Decir: «Quiero ser esto». Nunca. Como todo canario, soy bastante tímido. Pensaba que si me equivocaba se iban a reír. Era extremadamente pasivo, siempre empujado.

¿Cuál ha sido su hallazgo rubeniano más detectivesco?

Los dibujos que aparecen en la portada de estos Escritos sobre Rubens. Don Diego Angulo me mandó a la buhardilla del Prado entre grabados, mapas y trastos, y me dijo: «Mire si hay algo interesante». Encontré unos cuadritos que se creía que eran malos, de un pintor ingenuista flamenco, un tal Abel Grimmer. Y veo dos dibujos con tema mitológico. Fabulosos. Aquello estaba para tirar. Pedí volver y revisar las numeraciones y reparo en la gran calidad. Me recuerda pintura más manierista. Sigo mirando y, Dios mío, están copiando pintura francesa y eran de Rubens.

¿Qué ofrece este primer volumen de ‘Scripta Selecta’ a la investigación sobre Rubens?

Todo. Ahí está lo que he ido encontrando en muchos años. Esos artículos se publican en sitios distintos y para el investigador resulta muy útil encontrarlos reunidos. Había visto con sana envidia a los grandes investigadores que me han precedido, como Müller Hofstede y Michael Jaffé, con su labor recopilada. Aunque sea al final de mi vida, el Instituto Moll ha reunido mis artículos de Rubens, difíciles de conseguir de otra manera. He tenido la suerte de que han reparado en el interés que tienen hoy estos descubrimientos.

¿Qué obra destaca?

Cuando empezamos a trabajar en el primer catálogo de Rubens en el Prado las sorpresas fueron muy grandes. Cambié de atribución casi un centenar de cuadros. El que causó más impresión fue La Inmaculada Concepción. En 1967 constituyó un clamor general. Desde la quema del Alcázar de Madrid, en 1734, ese cuadro de Rubens se daba por perdido. Se conocían fotografías de una Inmaculada que estaba en los fondos del Prado y atribuida a Erasmo Quellinus. Cualquiera se enfrentaba a aquellos maestros. Empiezo a ver ritmos y calidad propios de Rubens. No veo que Quellinus alcance esa magnitud. En archivos encuentro que hay una Inmaculada de Rubens y en todas las citas se habla del formato de medio punto, aunque en la foto es recto. Pienso que la de los fondos del Prado es la de Rubens que cita Pacheco. ¿No será que Velázquez, que se lleva muchas cosas a El Escorial, la había hecho cuadrada para formar un cuadro de gabinete? Llego a la conclusión de que es la misma. Sánchez Cantón, que era como el sumo sacerdote, cuando se entera dice: «Ese chico está loco. Todo el mundo sabe que ese cuadro de Rubens tenía medio punto y este es cuadrado. Cómo va a ser el mismo». Fuimos a los fondos. Estaban intocables. No se habían movido desde la época de Napoleón. Empezaron a rebuscar hasta llegar a La Inmaculada. Mueven el cuadro y se ve por detrás la marcada del medio punto. De inmediato, Sánchez Cantón lo manda sacar, llevarlo a restaurar y preparar el trabajo de investigación.

¿Qué papel juega el Instituto Moll en la recuperación de Rubens y de la pintura flamenca?

Tengo la fortuna de estar trabajando en la misma línea que inicié en los años de investigador en el Prado. El Instituto Moll tiene dos obras de Rubens sorprendentes, que vienen en el libro: un Retrato del archiduque Alberto, el original ya reconocido en el Rubenianum; y la Joven reina Tomiris, que es un fragmento de una composición más grande. Una preciosidad.

¿Y en la investigación?

Que exista Van Dyck en España y Jordaens en España es insólito. Y la obra de Van Dyck es premio Europa Nostra. Otro hito del Instituto Moll. Van Dyck en España estaba a cero y ese libro son dos tomos. En nuestro país no se habían dado cuenta del valor que tenía la publicación y saltó a Europa. En la entrega del premio de Europa Nostra en Viena una señora nos dijo: «Señor Díaz Padrón, este no es un premio de particulares, como el Nobel y el Príncipe de Asturias, este es de nuestra Europa». Es un hito más del Instituto Moll y eso en España pasa inadvertido.

¿Dónde encuentra el alma humana en Rubens, Velázquez o Rembrandt?

En todos. Cada uno según su personalidad. Desde la angustia a la alegría, la pesadumbre, del pesimismo al optimismo. Rembrandt es el más trágico, refleja el mundo interior con más tristeza. Sus ancianos inspiran piedad, cariño, ternura. En Velázquez, por otro lado, hay una actitud muy equilibrada, concentrada y contenida, de un realismo con enorme dignidad. Rubens expresa la ferocidad de la tragedia, en Sansón y el león, fuerza, agresividad imponente, y después ves el encanto en los niños, no los hay más bellos, y las mujeres, sensuales y femeninas. Ese sentimiento lo transmite a los mismos paisajes. Pone el alma en sus paisajes, en las cosas inmateriales, que viven y que tiemblan, paisajes idílicos, de ensueño, que transmiten el alma y el sentimiento.