Pedro Páez entendió desde el inicio de su vida que los caminos del mundo los debía dictar Dios, y que estos estaban muy lejos de su hogar. Fue un viajero convencido, de los que no se detiene nunca. Era de esa clase de hombres a los que le basta un libro y una pequeña bolsa para recorrer países, sin importar los medios y el peligro de lo desconocido. A finales del siglo XVI, había tres salidas para las mentes despiertas que ansiaban viajar por el orbe. La primera era a través de las armas, como hacían cientos de castellanos en las Indias americanas. Pero Pedro Páez no entendía otra dialéctica que la de la palabra. Tampoco sabía el lenguaje del comercio, el de comprar especias para ganar un imperio, así que se dedicó a la prédica de la palabra de Cristo en aquellos lugares que carecían de su conocimiento. Para ese cometido, no había nada mejor que la orden Jesuita, una organización que, como las hormigas, diseminaba sus miembros por todo el mundo.

Sotana negra, Pedro Páez se embarcó en Lisboa, el puerto del Atlántico, la última tierra europea que veían los misioneros, antes de descender por el continente africano, manteniendo la respiración a su paso por el cabo de las Tormentas. Muchos habían dejado por escrito que cada cierto tiempo, el mar devolvía el esqueleto de un barco defenestrado, engullido por la marejada, ya sin marineros. A esas alturas de siglo, Portugal ya había domesticado el océano y África florecía de emporios coloniales, playas abiertas al mercado luso donde se construían cabañas de pescadores e iglesias católicas.

Pedro Páez fue destinado a Goa, un paraíso en la tierra donde la población ya había adoptado la religión jesuítica. Allí, cincuenta años antes, había predicado Francisco Javier y la colonia portuguesa se había convertido en un centro religioso donde los misioneros se encontraban a salvo. Desde el río Mandovi, los barcos salían hacia el Oriente en busca de almas que convertir, piratas que esquivar. Muchos misioneros sabían que el viaje era tan peligroso que no volverían nunca, por eso consideraban Goa su segundo hogar. La tierra que más cerca de Cristo estaba. Desde allí, Páez costeó hacia el norte, sin salirse de los dominios de la India, recalando en Basseia y Diu, pequeñas fortalezas que apenas podían mantenerse por las embestidas de los monzones.

El misionero dio el saltó hacia el oeste del Índico, océano que Páez atravesaría varias veces como si se tratara de un Mediterráneo algo mayor. Lo acompañó en esta primera expedición Antonio de Montserrat, otro jesuita catalán. Su primer destino fue Mascate, en la Península Arábica. De allí, bordeó la costa hasta Salalah. El Golfo de Adén estaba infectado de piratas. Las tierras de Arabia suponían uno de los puntos más peligrosos de Oriente, en guerras constantes de religiones. Pedro Páez y su compañero se disfrazaron de comerciantes armenios, pero fueron asaltados por piratas y vendidos como esclavos a comerciantes otomanos. Fue entonces cuando tocaron tierra. Tierra enemiga.

Desembarcaron en Yemen y tuvieron que atravesar el desierto de Hadramaut encadenados, descalzos y prácticamente sin agua. Fueron los primeros europeos en caminar por esas tierras polvorientas, a golpe de látigo, como los cautivos bíblicos del Éxodo. Siete años permaneció Pedro Páez, con incursiones mortíferas por el desierto de Rub al-Jali, entre nómadas y ciudades talladas en piedra, aprendiendo el árabe local, el hebreo de los mercaderes errantes, probando una bebida negra y amarga que los nativos llamaban kahwe y que un siglo después llegaría a Viena de la mano de un asedio otomano, con el nombre occidentalizado de café.

Paéz logró liberarse y volver a la India, peros solamente como previo paso para alcanzar su objetivo inicial. Montserrat había muerto en el cautiverio, así que el jesuita se desplazó hacia Etiopía, repitiendo el recorrido y el disfraz de comerciante armenio, pero esta vez con éxito. Etiopía era un reino extraño y legendario. De sus tierras se decía que escondían el Arca de la Alianza, que sus habitantes eran descendientes de una de las doce Tribus de Israel, ya olvidada, y que sus reyes venían de la unión entre la Reina de Saba y Salomón. Allí predicó como pudo, mientras el país se desangraba en una guerra civil.

El misionero habló con los reyes y los intentó convencer para que se convirtieran a la fe verdadera. Predicó en amhárico y fundó iglesias en Massasua y Fremosa. Se adentró en las regiones más desconocidas con la única voluntad de hacer de Etiopía un país cristiano.

En sus viajes por el país, Pedro Páez llegó al Lago Tana, en Susinios, de la mano del emperador, con el que entabló una gran amistad. Allí describió un río que se abre paso por todo un continente, que va ensanchando su nombre hasta donde la vista se pierde en el horizonte. Acababa de descubrir las fuentes del Nilo Azul, siglos antes de que ingleses y franceses lucharan hasta el delirio por ponerle nombre.

Pero Pedro Páez escribió que se sentía afortunado de haber visto algo que habían buscado Ciro, Alejandro Magno y César. Él, que solo llevaba un catecismo bajo el brazo, demostró que la pluma es más fuerte que la espada.

Libros

Historia de Etiopía.Pedro Páez, Editorial Legado Andalusí

Radio

Pedro Páez. El primer europeo en las fuentes del Nilo. RNE