Hace doce años que Juan Antonio Samaranch tomó la presidencia del Comité Olímpico Internacional. Le ha tocado vivir una época convulsa. Se estrenó en el cargo en plena tormenta, con los boicots políticos de Moscú 1980 y Los Ángeles 1984. Luego llegó su gran apuesta por profesionalizar el deporte y recientemente la lucha contra el dopaje. Una guerra con un horizonte desconocido que ya ha dejado en el camino a pesos pesados como Ben Johnson. Es cierto que aún queda mucho por hacer, pero su nombre comienza a seguir la estela del mítico Pierre de Coubertin, padre indiscutible de esta aventura deportiva a punto de convertirse en centenaria.

Este verano es, tal vez, el momento más delicado en lo que lleva de mandato. Nunca ha ocultado su sueño de convertir a Barcelona, su ciudad natal, en sede olímpica y desde que fue elegida todas las miradas apuntan directamente hacia su persona. A pesar de la enorme presión, no tiene dudas y sabe que estos serán los mejores Juegos de la historia. Le basta con contemplar esa luz del Mediterráneo inundando Las Ramblas y la euforia de las delegaciones venidas de cualquier rincón del mundo para saberse en lo cierto.

Han pasado unos días desde que aquel arquero encendió el pebetero de Barcelona y las primeras imágenes para el recuerdo ya comienzan a rodar por los periódicos. Tendrá que pasar mucho tiempo para que se olviden a esos saltadores de trampolín precipitándose al vacío con la Sagrada Familia de fondo o la marcha del Dream Team de Michael Jordan por la Ciudad Condal. Pero Samaranch se pregunta por cuál será la instantánea definitiva, por el momento deportivo que conseguirá hacerse con la eternidad de estas Olimpiadas.

Para esto deberá esperar a la segunda semana de competición cuando tienen lugar las pruebas de atletismo. En el Estadio de Montjuic se dan cita algunos de los mejores atletas de todos los tiempos. En la pista es fácil encontrar a leyendas como Carl Lewis, Mike Powell o Javier Sotomayor y también a una nueva generación de deportistas que empiezan a llamar a la puerta con unas marcas extraordinarias asegurando un futuro brillante en este deporte.

Samaranch no sabe lo que va a suceder en la tarde del sábado 8 de agosto. Los corredores de la final de 1500 comienzan a ocupar los puestos de salida al tiempo que por megafonía se anuncian sus nombres. Hay una enorme expectación en el estadio. Pese a la hegemonía de Noureddine Morceli en los últimos años, no se descarta que Rachid El Bashir o Gennaro di Napoli den la campanada y acaben con su reinado. El medio fondo tiene una componente de incertidumbre que en ocasiones ofrece resultados inesperados.

Al arrancar la carrera son muy pocos los que ven a Fermín Cacho como un candidato serio. Nadie sabe que lleva esperando este momento desde que Barcelona ganó la candidatura. En los últimos cinco años su vida ha girado alrededor de esta final y cree estar listo para asaltar el título. Pese a su extraordinaria preparación hay algo con lo que no contaba y que le inquieta. El ritmo de la prueba es especialmente lento, demasiado para estar en juego unas medallas olímpicas. Los atletas parecen estar en una jaula y sus piernas no terminan de soltarse. Tanto es así, que Fermín sabe que esto lleva camino de resolverse al sprint y que el campeón deberá bajar de 50 segundos en la última vuelta. Una marca al alcance de muy pocos.

Samaranch, acomodado en el palco presidencial, tarda en comprender lo que está sucediendo en la pista. Morceli es un náufrago a punto de ahogarse en el pelotón de corredores. Al gran favorito le han abandonado las fuerzas en su cita más importante, por lo que la prueba queda totalmente abierta. A falta de 200 metros Chesire marcha en primera posición y se abre por la calle 2 para evitar que Herold le adelante. Fermín Cacho aprovecha entonces el hueco generado en la calle 1 para colarse y tras un forcejeo consigue adelantarlo. 

Los siguientes 150 metros son de una naturaleza extraña. El atleta de Soria continúa en plena aceleración aumentando la distancia con sus rivales en cada zancada. Su cuerpo ha explotado en el instante preciso. Sin embargo, Fermín no termina de creerse la claridad con la que brilla el horizonte de Montjuic y empieza a mover su cabeza hacia atrás de manera compulsiva. Su gesto es una mezcla de agonía y desconfianza que por un momento recuerda al mítico Emil Zatopek. A falta de 20 metros se disipan todos sus temores y detiene su mirada en ese futuro inmediato de mitología olímpica.

Samaranch se muestra eufórico al ver a Fermín cruzando la línea de meta con los brazos abiertos. Puede que no haya sido el mejor 1500 de la historia, pero el desenlace ha estado cargado de fuego, con esa emoción de las películas policiacas que se resuelven tras una larga persecución a punta de pistola. El Estadio, y seguramente el país entero, se ha convertido de inmediato en una fiesta por todo lo alto. Los triunfos de los héroes locales poseen siempre una carga sentimental que los hace especiales, como más humanos.

A esta altura de la tarde Samaranch no tiene ninguna duda. Cuando pasen los años y se mencione a Barcelona 92, quedará la victoria de Fermín Cacho en 1500 y la celebración del público. Es la imagen de estas Olimpiadas y, seguramente, de la historia del deporte en España.