Mi mejor experiencia culinaria de los últimos días ha sido en torno a un mars de hueva fresca de mújol ofrecido por Pablo González-Conejero, chef de Cabaña Buenavista, el restaurante dos estrellas Michelin encargado de avalar a la Región de Murcia, coincidiendo con su capitalidad gastronómica, en una gira por el Norte. El mújol, o lisa, es uno de los pescados de la familia de los mugílidos más abundante en las costas mediterráneas, donde se puede encontrar próximo o en el interior de puertos pesqueros, playas arenosas o rocosas de poca profundidad, lagunas saladas como el Mar Menor o desembocaduras y primeros tramos de ríos.

Con las huevas de lisa, salmonete gris o mújol se utilizaron desde tiempos remotos las técnicas de los egipcios en la momificación de sus faraones. ‘Botarga’ significa huevos preservados como una momia. Su nombre aparece en la literatura griega desde la Antigüedad y, posteriormente, durante décadas se la conoció como caviar de los pobres.

El milagro se produce en las aguas del Mar Menor o en las azules y brillantes del Jónico. En Missolonghi, donde el poeta romántico George Gordon, sexto barón de Byron, murió de malaria visto cumplido su sueño de independencia griega, los cercados que dividen el mar tienen puertas que permanecen abiertas para que los salmonetes grises puedan migrar y volver a la costa para depositar sus huevos.

Cuando regresan a mar abierto, son capturados por los pescadores. Esa operación la repiten una y otra vez porque son incapaces de vivir en cautiverio, de manera que se convierten en los peces más familiares para los lugareños y, al mismo tiempo, en la base de su sustento.

Los pescadores suelen llevar con ellos desde época inmemorial un palo de hueva seca para mordisquear acompañándolo de un panecillo y de unas uvas. La técnica de preservación que se emplea para la botarga la utilizan también en Cádiz y Sicilia para el atún y en cualquier otra momificación de las huevas de pescado. En la Magna Grecia como en la laguna de Missolonghi, también se comercializa la hueva curada y, mayormente, en polvo gratinado para aderezar la pasta, en lugar del queso parmesano. Son famosas las de Trapani y Marzamemi.

Al ser de atún, la hueva tiene un sabor mucho más fuerte y, por tanto, menos delicado que la de mújol. La ‘bottarga di tonno’ es asimismo una especialidad muy solicitada entre las conservas secas de la isla de Cerdeña.

En Barbate, los productores

de mojama y de otros salazones ofrecen, igualmente, huevas de pescado de calidad. O en Cartagena, volviendo a la región murciana, donde la fábrica de Ricardo Fuentes envasa las huevas de mújol Púnica por un precio algo menor que las de Trikalinos, que ha comercializado desde 1856 los mejores, a mi juicio, palos de botarga (avgotaraho). Los 200 gramos, 38 euros.

La botarga es curada en sacos de sal al aire y posteriormente se recubre de cera de abeja para su conservación.

Ocasionalmente, peca de excesivamente salada; lo que diferencia a los buenos salazones de los malos es precisamente su bajo contenido en sal. Cuando el equilibrio es óptimo, se produce el mejor resultado: un sabor denso y una consistencia melosa, que convierten a la hueva en una de las experiencias gastronómicas artesanales más placenteras que se puedan tener. La botarga de mújol se come en lonchas finas, acompañadas de un pan tostado o de unas uvas. Cuando son polvo, se esparcen por encima de una pasta.

Por otro lado, el proceso de elaboración de una hueva fresca de mújol convertida en mars consta de varios pasos: marinado, leve horno, congelación tras un baño de almendra marcona, otro posterior en un caldo dashi gelificado con algas kombu, huevas secas y leche de almendras.

Hasta presentarlo en la mesa con ralladura de limón o de café. Hay variaciones sobre el mismo tema. La de González-Conejero fue lo mejor del menú murciano presentado el domingo pasado en Gijón en el restaurante Camelia, junto con los cortes de atún rojo, también de Ricardo Fuentes, y el escabeche de cítricos de un bonito del norte, como la pieza de homenaje a Asturias.

Lo que, en cambio, no ayuda a comprender la riqueza y diversidad gastronómica de Murcia, fueron la ínfima muestra de un caldero de langostino y dorada excesivamente salado; la ‘lenta humedad’ incomestible de un extraño invento con queso azul murciano, trompetas de la muerte y cacahuete; una ventresca de atún rojo no hallada en un wellington flojo y hueco, y el cabrito lechal frío que sirvieron al final.