El muy prematuro fallecimiento de Satoshi Kon nos hurtó la evolución de una carrera que se mantuvo, desde una ópera prima tan alucinante como Perfect blue (1997), a un nivel estratosférico. Cinco fans distintos de Kon señalarán obras distintas de su filmografía como su obra cumbre -no es, por desgracia, difícil, pues sólo llegó a rodar cuatro largometrajes y una serie completa, Paranoia Agent-, y todos ellos tendrán razón. Cierto es que se curtió nada más y nada menos que junto a Katsuhiro Otomo colaborando en obras como Roujin Z o Memories, pero desde el primer momento hizo gala de una intuición particular y, sobre todo, de un universo único que fue desplegándose, con tonos y estilos distintos, a lo largo de una obra tan inconformista como rabiosamente coherente.

No en vano, aquí, muy consciente de la vulgaridad de la novela original de Yoshikazu Takeuchi, decidió llevársela a su terreno con la ayuda del guionista Sadayuki Murai, respetando apenas unos cuantos elementos básicos -por exigencia de los productores- y desarrollando a su alrededor una muy rica exploración de algunos de sus temas preferidos, como la construcción de la identidad humana o la (muy) tenue frontera entre la realidad y el mundo de la imaginación. En el momento de su estreno se la comparó con los giallos de Dario Argento por sus violentos asesinatos y su sorpresa final, pero realmente tiene mucho más que ver con las polanskiexploitations de directores como Sergio Martino: al fin y al cabo, el interés de Kon está más en el proceso de degradación mental de su heroína Mima -en paralelo a sus esfuerzos para distanciarse de su identidad de idol, lo que además le sirve para realizar un retrato en absoluto halagüeño de la industria audiovisual japonesa- que en quién está cometiendo homicidios a su alrededor.