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Últimas tardes en Barcelona

Últimas tardes en Barcelona

El Pijoaparte ha apagado el cigarrillo y espera a que Teresa Serrat salga de la universidad. Cuando la ve llegar arranca la moto. Ella no sabe que es robada. Hace dos días, en el Gótico, apenas tuvo dificultades para trampearla. Su dueño miró impasible como se la llevaban hacia el extrarradio. Manolo y Teresa tienen ante sus ojos toda la tarde barcelonesa. Pasean por la ciudad. Van a la playa y dejan sentir sus cuerpos jóvenes. Son los años sesenta y Barcelona se despierta, antes que ninguna otra ciudad, de los peores años de la dictadura. Sus calles anhelan la libertad en un país asfixiado por la censura y el miedo.

Últimas tardes con Teresa no es solamente la mejor novela de Juan Marsé: es la obra que mejor retrata el tardofranquismo y la lucha de clases. Es una fotografía de la inmigración de andaluces, murcianos y extremeños en Cataluña. El desarraigo de los barrios más pobres. También el elitismo de la burguesía catalana, que desprecia a los nuevos vecinos como el apodo de 'charnegos'. Pero ante todo, el libro de Marsé es una fotografía de una Barcelona moderna y atractiva, a la vanguardia. Un París con playa y plazas soleadas.

En la novela, Manolo, llamado el Pijoaparte, vive en el barrio del Monte Carmelo. En medio de chabolas y casas improvisadas, el castellano es una mezcla de acentos que intenta abrirse paso. Su perspectiva vital es robar motos y trapichear. Conoce a Teresa Serrat por error. La joven proviene de una familia de la burguesía catalana. Vestidos caros. Altos estudios. Casa en Blanes junto a la playa. Fiestas con champán. Y sobre todo, política en vena. Ella, que vive en lo alto de la pirámide, se siente atraída por el hampa. Mantener relaciones sexuales con gente del proletariado forma parte del primer curso de marxismo para burgueses. El afectado, Manolo, desconoce la existencia de esa pirámide: amor y riesgo. Cuando Teresa le habla de política, él solo quiere desabrocharle el sujetador.

El libro es el diario de una Barcelona perdida. Cuenta Marsé que viviendo en París, daba clases particulares de español a chicas. Iba de casa en casa contando sus historias de exiliado. Para los franceses, lo español es atractivo, esa mezcla de tiranía y belleza con ciertas gotas de hedonismo. Fueron ellas precisamente las que le dieron la idea de escribir la novela. Teresa nació en París, después de todo, pero vive eternamente en la mejor Barcelona posible.

Porque la ciudad en el tardofranquismo era la punta de lanza de la cultura española. Al final del largo túnel, una luz se vislumbraba. Era Jaime Gil de Biedma paseando por las Ramblas vestido de lino recién planchado, mirando a los obreros sin esconder un ápice de sus deseos: temía hacerse viejo. O Goytisolo (cualquier hermano, en prosa o en verso) escribiendo cada mañana Palabras para Julia y recordando a su madre muerta en un bombardeo del año 38. O Ana María Matute, recobrando su infancia a golpe de escritura. O Carlos Barral, con su efigie de chivo griego, dándole papel y máquina de escribir a una generación que pedía a gritos contar historias y publicarlas.

Fue precisamente Carlos Barral el que abrió las mayores grietas en la censura franquista. Decía Vargas Llosa que sus libros, sobre todo La ciudad y los perros, pudieron ser publicados en España porque los censores no prestaban atención a lo que escribiese un hispanoamericano. Los únicos cambios que le obligaron a acometer fueron dos palabras: 'ballena' y 'prostíbulo', referidas a un militar. El cambio fue magistral y prueba la ignorancia del censor: el general pasó a tener barriga de 'cetáceo' y transcurría sus noches en un 'lupanar'.

La mejor descripción de Barcelona la hizo el propio Vargas Llosa, en el discurso del Nobel: «Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal». Fue la ciudad donde se desarrolló el Boom latinoamericano. Por sus calles pasearon García Márquez, Fuentes y Cortázar. Pero el autor de La fiesta del Chivo también lanzó un dardo que hoy se clava en los periódicos de todos los días: «Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz».

Y ahí encontró Barcelona su talón de Aquiles. La ciudad olvidó su lucha por la democracia y extrañó la dinámica de los bandos. El uno y el otro. El mío y el contrario. Abrazó el independentismo que décadas antes ya había arrasado las provincias rurales de Cataluña y dinamitó la convivencia que tanto buscaba Teresa Serrat paseando por el barrio del Carmelo. Escribió el novelista Rocangliolo el 24 de julio de 2015 en el diario El País un artículo titulado Perdiéndonos la fiesta. En él habla de cómo la ciudad ha dado la espalda a la lengua española, de la dificultad, cada vez mayor, de hablar y escribir en español, de la purga política y cultural que viven los hispanohablantes y del provincialismo rancio que ha inyectado el nacionalismo y que pretende borrar cualquier vestigio español en la ciudad. ¡Y el artículo es de 2015! Lo que sucedió entre la Barcelona de Marsé y la de Rocangliolo lo contó Arcadi Espada en su Contra Catalunya en los años ochenta.

Poco queda de la Barcelona de Últimas tardes con Teresa. En muchos aspectos, el cambio ha sido para mejor. En otros, no estoy tan seguro. Duele pensar que el Pijoaparte actual ha abrazado las tesis independentistas, acostumbrado a que lo llamen 'charnego'. La Teresa Serrat del momento, probablemente, forma parte de un comité de las CUP. O es incluso diputada en el Congreso, con camiseta antifascista incluida. La compró en Blanes, en su casa frente al mar.

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