Tener el culo pegado al asiento no era una buena idea; pero había gente mirando. Además, era un auditorio, no una sala de conciertos, un campo de fútbol o una plaza de toros. Uno debía conformarse con mover tímidamente la cabeza, golpear con las manos (y sin hacer mucho ruido) las rodillas y mover los pies como si sufriera un tic nervioso. Fue una auténtica liberación cuando Humberto Armas, viola, dio un paso adelante para pedir palmas al respetable mientras el maestro brincaba por el escenario al son de Misirlou. Y es que ya lo dijo él mismo en una entrevista: lo intentó por todos los medios y durante unos cuantos años, pero nunca consiguió ser un «músico arrogante y estirado»; así que su espectáculo, La increíble historia de Violín -cargada de melodías clásicas y 'barroquísimas'-, tampoco lo es.

Quizá por eso Ara Malikian, violinista libanés de ascendencia armenia, llenó este domingo el Víctor Villegas; quizá por eso, la música clásica estuvo más cerca que nunca del 'pueblo llano'. Y quizá por eso el cuerpo te pedía levantarte de tu asiento y bailar. Porque este desarrapado y virtuoso instrumentista parece más cercano a Led Zeppelin que a Niccolò Paganini; y aunque interpretara temas de ambos (Kashmir y La Campanella), su presencia sobre el escenario no difiere mucho a la de las más excéntricas estrellas del rock. Es inevitable ver en él un reflejo de su compatriota Serj Tankian (System of a Down), con quien incluso guarda un cierto parecido físico -aunque tan solo sea porque 'frecuenten' al mismo peluquero...-, y su vertiginoso deambular por el escenario recuerda irremediablemente al mejor Ian Anderson (Jethro Tull). Pero desde luego no se asemeja a un violinista clásico, de traje, atril y chaqueta; ni siquiera al alemán David Garrett.

Al igual que el violinista germano -la antítesis pulcra y elegante de Malikian-, Ara se mete al público en el bolsillo con covers de algunos de los dioses más aclamados del olimpo del rock (casos de Life On Mars?, de Bowie, o Voodoo Child, de Hendrix), pero aprovecha para pasar al público, casi bajo manga, sinfonías de Bach o Vivaldi; y, «como estamos en tiempo de rebajas», algún tema propio que ayuda a componer una historia, la de Violín (su violín), que además de bella es endiabladamente divertida, en parte gracias a su carismático narrador, que lo mismo te toca un réquiem psicodélico que te hace un monólogo tronchante.

Con todo esto, y después de más de tres horas de concierto en el que él y su banda lo dejaron todo sobre el escenario, no quedaba más remedio que ponerse en pie y aplaudir el recital; aplaudir firmes y con semblante serio, como se hace con las grandes Sinfónicas. Porque, al final, lo que hizo Ara en el Villegas fue darnos a todos una clase de música clásica, aunque camuflada en forma con la estética de las grandes bandas de rock. Y qué gusto ver todo el patio de butacas, el anfiteatro y los gallineros en pie por algo así; y levantarse, porque ya picaba el cucu de reprimirse las ganas de bailar con Paganini.