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Unas palabras

Paco Miranda, a tumba abierta

El autor de Mirando al suelo y Final con piezas menores, Franki Béjar, escribe, a reclamo de este suplemento, una semblanza sobre su compañero de generación Francisco Miranda

Paco Miranda, a tumba abierta

Lo primero que pensé cuando leí Pantanosa fue en esa frase de Henry Miller al arranque de Trópico de cáncer: «Este no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza? a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis». Eso era Pantanosa. Y eso era Paco. Era de esa estirpe de escritores que no necesitan escribir bien. Como Dostoyevski, como Roberto Artl, o como el propio Miller, tenía que escribir mal para acoger toda la desesperación de este mundo sin que sus páginas estallaran.

Lo conocí, antes de conocerlo, en las páginas de mi primera novela. Al parecer habíamos coincidido de trasnoche y pendencias con alguno de los personajes y en alguno de los ambientes que después formarían parte de mi libro. Pero yo no lo recordaba. Él sí. Mi primer recuerdo de él es posterior. Por entonces yo andaba dando tumbos por el sudeste asiático. Y recibí un e-mail suyo. En ese primer e-mail elogió mi novela, me habló de la suya y así, gracias a la literatura, empezó nuestra amistad. A ese primer e-mail siguió mi respuesta, luego su contestación, después otra mía... En esas cartas nos contamos cómo escribíamos, qué leíamos, quiénes éramos, hasta cómo amábamos. No habré coincidido con Paco en persona más de una docena de veces. Pero éramos amigos, porque aún sin conocernos, mantuvimos correspondencia durante más de dos años.

La primera vez que nos vimos en persona fue no hace mucho. La semana que viene hará un año. Lo recuerdo bien porque fue el momento en el que yo regresaba por fin de viaje. El momento en el que los dos escritores y amigos virtuales iban a encontrarse y a convertirse en amigos de verdad. Él estaba nervioso. Me dijo muchas de las cosas acerca de las que habíamos escrito en nuestro epistolario particular. Me habló, con esa pasión con la que hablaba y con esa sonrisa a la vez tímida y desbocada: de mí, de él mismo, del libro que acababa de leer. (Aún lo recuerdo: Las afinidades electivas, de Goethe. Libro por el que estaba fascinado, porque a Paco le fascinaban los clásicos como solo pueden fascinarle los clásicos a un romántico). Hablamos mucho de literatura, del amor y las mujeres, de mi viaje, de su vida en Murcia. Nos emborrachamos. Si la primera vez que nos vimos, y que yo no recuerdo, se pareció a una escena de mi primera novela, esta segunda vez era un capítulo de la suya.

Tal vez él tenía siempre esa sensación. La sensación de que todo son fragmentos: fragmentos de libros, fragmentos de amor, fragmentos de alegría, fragmentos de desesperación, de amistad. Tal vez pensaba, como pensamos todos a veces, que esos fragmentos de vida no hacen una vida. Pero se equivocaba. Paco no era consciente del espacio que ocupaba en nuestras vidas. No era consciente del peso que tenía en la ciudad. Y nunca será consciente del vacío que ha dejado. Era de esos escritores, de esas personas, que gritan mucho, desafinando, porque creen que nadie les escucha. Pero de su esfuerzo resulta un sonido tan desgarrador que no hay forma de no escucharlo. Todos escuchamos el grito de sus novelas. Y todos escuchamos ahora el atronador silencio que ha seguido a su grito.

Algunos dicen que su segunda novela, El Laberinto del Albaycin, ha resultado premonitoria. Pero todos los poetas malditos son premonitorios, porque todos escriben para la muerte. Y a tumba abierta. Los que lo echamos de menos lo tendremos siempre esperándonos en sus dos novelas, en el hueco de la memoria que tienen todas las barras de todos los bares donde nos tomamos una cerveza con él, en las calles y en el aire de esa Murcia suya, que siempre será Pantanosa.

Adiós Paco, amigo. Seguirás cantando mientras los demás palmamos. Ahora que te has ido, por fin nos quedamos contigo.

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