Escribo estas líneas desde el salón de mi casa bajo las aspas de un ventilador de techo. Mi garganta no soporta el aire acondicionado y no tengo otra manera de combatir el calor de este infierno de noche. La humedad de los lagos de Indiana y la sinfonía de ranas asomándose a mi ventana tampoco ayudan. Aunque para mí esta época del año no siempre fue un lugar tan horrible. Hubo un tiempo en el que mis veranos tenían el color azul de la bahía de Águilas y sabían a las copas de la heladería Venezia. Unas colección de memorias felices con Olimpiadas diarias en las Delicias y etapas del Tour de Francia por las cuestas del Hornillo.

No tengo muy claro cuando se me vino abajo ese mundo de castillos de arena. Seguro que no fue nada extraordinario, al final todos nos hacemos mayores y vamos dejando cosas en el camino. Pero sí que recuerdo un primer aviso, como una sacudida, la tarde que vi Tiburón en una sesión televisiva. Steven Spielberg se apoderó de mi verano en el mismo momento en el que las aguas de Nueva Inglaterra se tragaron a aquella pobre chica.

Creo que nunca he sentido un miedo tan vivo como con esta película. Un miedo, además, a plena luz del día, sin las trampas y los sobresaltos de la noche. De repente, el Mediterráneo se oscureció y la playa dejó de ser un campo de sueños donde cualquier cosa estaba al alcance de mi mano. Desde la orilla miraba hacia el horizonte y a menudo confundía las boyas varadas o las velas de los barcos con ese monstruo marino. La idea de que esos dientes de sierra estuvieran nadando por el fondo de nuestra bahía me estuvo persiguiendo durante varios años.

Esta versión moderna de Moby Dick pertenece a ese reducido grupo de obras maestras del llamado género de terror. Un territorio escurridizo en el que el cine no siempre ha salido bien parado. La línea que divide el horror de lo grotesco es demasiado delgada. Pero Spielberg demostró una enorme soltura desde sus comienzos. Prueba de ello es aquel ensayo sobre el submundo de las carreteras y las persecuciones de coches que es El diablo sobre ruedas. Aunque con Tiburón va, sin lugar a dudas, un paso más allá. Yo la sitúo muy cerca de Los pájaros de Hitchcock. No solo en ambas está presente la vida en la costa y la furia de la naturaleza, también comparten el pulso narrativo y transmiten esa sensación de estar mostrando por primera vez un universo nuevo.

Hoy sabemos que Tiburón fue una de las cosas más extraordinarias que le sucedió a Hollywood en la década de los setenta. Supuso que las puertas del cielo se abrieran definitivamente para Spielberg y su imaginación comenzó a poblar la gran pantalla de personajes inolvidables. Somos millones en todo el planeta los que hemos crecido con Indiana Jones, Elliot y su amigo E.T., Peter Pan y el Capitán Garfio o los dinosaurios de Parque Jurásico. Creo que la clave de su éxito (ningún otro director ha sabido conectar tan bien con el público) se debe a que él nunca ha dejado de ser un niño, que a pesar de peinar canas y de sumar premios su mirada ha seguido instalada en el reino de la infancia.

Como cada año Tiburón vuelve a mi vida en vísperas del mes de julio. Por mucho que haya crecido no dejan de venirme a la cabeza imágenes de esa locura cinematográfica devorando el horizonte. Pero me temo que este será un verano muy diferente. Los nuevos brotes de coronavirus son una amenaza para la reapertura de fronteras y mi cita estival con la bahía de Águilas puede estar sentenciada. Empiezo a sentirme atrapado en esta isla de millones de metros cuadrados que es Estados Unidos.

Es todo muy confuso, como si esa criatura de Steven Spielberg hubiera abandonado el mar para instalarse en tierra firme. Los fantasmas también se hacen mayores y en ocasiones sobrepasan la pantalla.