Siempre le tuve miedo a los desiertos. Hoy es el día 26 de confinamiento. El momento en que eché la llave de mi casa para aislarme del mundo queda tan atrás que pudo ser un sueño. Los días restantes, mirando por la ventana, son un misterio. Acaso todos los desiertos lo sean.

El domingo pasado fue Domingo de Ramos. El día en que Jesús entró en Jerusalem celebraban la Pesaj o Pascua judía, el momento en que Moisés liberó al pueblo de Israel de la esclavitud egipcia. Antes de desprenderse de las cadenas, Dios mandó diez plagas para diezmar el ánimo de los opresores. En nuestro mundo no hay buenos ni malos. O al menos todos los buenos tienen algo de malo. Sin embargo, sí hay plagas. Es la herencia bíblica. La plaga más inquietante que cuenta el Éxodo es la muerte de los primogénitos. Nuestro virus no se lleva a los más pequeños de la familia. Eso sería demasiado cruel en términos de supervivencia de la especie. Pero les arranca la oportunidad de crecer junto a sus abuelos. De verlos cara a cara como en un espejo arrugado.

Moisés fue elocuente en sus advertencias. Prometió a su gente dolor y penalidades antes de alcanzar la Tierra Prometida. Muchos de esos hombres sabían que no iban a sobrevivir a la marcha. Fueron 40 años. El propio Moisés murió en el camino. Ahora todos compartidos el éxodo de nuestro siglo. Paradójico, no consiste en atravesar geografías, sino en hacer de nuestras casas un mapamundi.

Los gobernantes y las instituciones sanitarias cruzan otro desierto. Esperemos que no sean cuarenta años buscando un oasis donde calmar la sed, confundiendo el agua clara con escorpiones. Y es que este vagar sin rumbo era inevitable, probablemente. Pero todos esos expertos y políticos que comandan esta expedición bíblica no nos advirtieran de que el camino iba a ser largo y doloroso, lleno de pérdidas y lamentos, como sí hizo Moisés con su pueblo. Nos dejaron iniciar la caminata con sandalias y no nos avisaron de que para atravesar desiertos hacen falta botas. Dedicaron los días anteriores a la gran marcha a festividades de toda índole, a pasearse por las calles con sus coreografías mientras en el horizonte el sol ya empezaba a quemar los caminos por los que teníamos que pasar.

Ahora esperamos que de una vez se abran las aguas. Las mascarillas son nuestros bastones, estas que ayer no servían y que ahora son pieza obligatoria de infantería para ir a tirar la basura. Pasará abril con los egipcios llegando al Mar Rojo. Muchos ya tenemos las suelas gastadas de este caminar inmenso, de este vagar sin rumbo a la espera de un milagro. Pero sabemos andar también descalzos. Aunque no tengamos a ningún Moisés guiándonos siempre se llega al Sinaí. Al menos por todos aquellos que ya los ha sepultado el desierto.