Aquel hombre solía pasearse por las plazas de Venecia en busca de libros que leer hasta bien entrada la madrugada. Residiendo en la ciudad de la laguna, sus obras preferidas eran las que trataban sobre viajes y exploraciones. Se sabía de memoria pasajes enteros de Il milione, aquel libro donde Marco Polo, siglos atrás, contaba su expedición hacia Oriente, en la ruta de la seda, hasta Catai y Mangi y la corte de Kublai Kan. Conocía el Mediterráneo no solamente por los libros. Lo había recorrido de forma discreta. Pero a través de las aguas había escuchado ciertos rumores sobre una nueva tierra descubierta, al oeste, por donde se pone el sol.

Antonio Pigafetta supo estar en el momento adecuado de la historia en el lugar preciso. Y en el siglo XVI, aquel lugar acertado era España. Acuciado por la sed de aventuras, llegó a la península con la idea de embarcarse en una expedición hacia el continente recién descubierto. Las noticias que llegaban al puerto de Sevilla hablaban de un paraíso terrenal, de ríos infinitos, de peligrosos monstruos que salían de los árboles y de oro. Mucho oro.

Allí encontró a un marino portugués, rechazado por el rey de Portugal y refugiado en el afán de gloria de Carlos V, que recién estrenaba su reinado. Pocas cosas hicieron falta. Casi 200 marineros, algún sacerdote que otro, unos cuantos funcionarios para administrar las finanzas, un esclavo filipino que sirviese de intérprete y alguien que recogiese toda aquella historia por escrito. Fue la síntesis perfecta de lo que significaba el imperio español: un rey flamenco le encarga a un marino portugués encontrar un paso hacia la Isla de las Especias, cuyo cronista sería un veneciano. Y la empresa la culminaría un vasco, conviene no olvidarlo.

Relación del primer viaje alrededor del mundo es un relato divertido y emocionante, que se encuadra dentro de la mejor tradición de aventuras que él mismo había leído en su adolescencia. Pero con la ligera diferencia de que aquello era verdad. El ojo de Pigafetta y su mano sirven al mundo para relatar los hechos verídicos de una expedición única. Pero es también un dictado de supervivencia, plagado de desgracias. En la Patagonia, parte de la flota se amotina y Magallanes debe castigar a los insurgentes con la pena de muerte. A Juan de Cartagena, líder del motín, lo abandonan en tierra y nunca más se sabe de él. Confunden varias veces el rumbo, creyendo encontrar el paso hacia el Océano Pacífico. Les sorprende el invierno austral. El hambre y las muertes se multiplican. Cuando por fin hallan el paso, una nave deserta y se vuelve a España. Los que quedan deciden atravesar el Pacífico, falleciendo muchos de ellos de escorbuto y de locura al beber el agua del mar. En este punto llegan a Filipinas, donde Magallanes muere de una flecha envenenada. Y llevamos solo la mitad del viaje.

La segunda parte es más una novela de espías. Navegan por territorio portugués, desde el Tratado de Tordesillas. Si algún barco luso los descubre serán vendidos como esclavos. Desisten de la idea de ir costeando por la India, así que deben bajar el rumbo y atravesar el Índico en más de cien días de expedición sin vislumbrar tierra. Llegan al puerto de Sanlúcar de Barrameda tres años después. Famélicos, con los ojos hundidos y enfermos, apenas dan el habla. 18 supervivientes de casi 250 que empezaron la expedición. Pero traían consigo lo más importante. El libro de Pigafetta.

Aquella sensación de estar viviendo algo único lo encontramos en todas las crónicas del siglo. Cada cronista descubrió un mundo. Es decir, lo inventó. La conquista de América se hizo posible también gracias a todos aquellos que, faltándole palabras para describir todo lo que veían, se esmeraban (muchos de ellos), en contar la verdad. Al menos su verdad. Cristóbal Colón, reconociendo que la tierra era esférica, compara su superficie con el seno de una mujer. No hay descripción más hermosa para el lugar donde vivimos. Cabeza de Vaca, en sus Naufragios, cuenta su encuentro con indios caníbales y es ambiguo sobre si él también probó bocado amigo. El Inca Garcilaso de la Vega habla de un tesoro oculto en el fondo de un lago. Cientos de españoles dejarán su vida en las selvas amazónicas buscando El Dorado, masacrados por flechas hermanas y la codicia humana.

Pero sin duda, la narración más fantástica de todas es la de López de Gómara sobre la conquista de México. El cronista, que nunca estuvo allí, afirma que en una batalla casi perdida, el Apóstol Santiago bajó del cielo y decidió el destino favorable de los españoles. Bernal Díaz del Castillo, tal vez el cronista más sereno de cuantos hubo y que sí luchó en la batalla, dice con sorna que tuvo que cerrar los ojos un momento porque se perdió el hecho milagroso, que lo que decidió en realidad la batalla fueron espadas como la suya y no apariciones celestiales.

El hombre que elevó el 'realismo mágico' a las más altas cotas de belleza, García Márquez, agradeció en las primeras líneas de su discurso del Nobel a Pigafetta por su relato sobre América y la vuelta al mundo. Selecciona aquellos pasajes que más le han influido en su prosa: cerdos con ombligo en el lomo, pájaros sin patas, alcatraces sin lengua y picos como cucharas, un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Y un nativo en la Patagonia que al ponerle un espejo delante enloqueció.

De Pigafetta a García Márquez hay un hilo invisible tejido por la imaginación desbordante. Macondo está impregnado del mismo espíritu que destilan los cronistas de Indias. América es nuestra mitología, en lo bueno y lo malo. Nuestra Troya y nuestra Grecia. Escritores como Pigafetta son nuestros Homeros. Pero el veneciano no era ciego. Él inventó la primera vuelta al mundo.