«Desde este rincón de una Europa que parece recordar con más afición que la necesaria el totalitarismo fascista, Teatro Silfo se propone recordar la figura de la joven confinada, como paradigma certero de talento, valor y amor». Así presenta el dramaturgo César Oliva su último trabajo, la adaptación teatral del inolvidable Diario de Ana Frank, que en esta ocasión, y bajo el nombre La casa de atrás, revivirá sobre las tablas del Romea, los días 26 y 27 de septiembre, el drama de esta icónica niña alemana, de ascendencia judía, que durante los dos años y medio que pasó junto a su familia y otras cuatro personas ocultándose de los nazis en Ámsterdam (Países Bajos), dejó constancia del horror del Holocausto desde su particular e inocente punto de vista.

«Desde el principio, nosotros sabíamos que estábamos contando la historia de Ana, pero también que ella es tan solo una más de los muchísimos niños y niñas que han sufrido algún tipo de persecución; y no solo durante los años de la Segunda Guerra Mundial: hoy son muchos los jóvenes que tienen que luchar contra la xenofobia o la marginación -del tipo que sea- por parte de una sociedad que odia al diferente. Por ello, esta historia es, en cierto modo, extensible a nuestros días, y un reflejo de algo que, por desgracia, sigue sucediendo muchos años después». Quien habla, esta vez, es César Oliva Bernal, hijo del responsable del texto de La casa de atrás, director de la obra y el encargado de dar vida a Otto Frank, padre de la protagonista. «Realmente es que su papel -el de Otto- en la obra no es muy diferente al de un director de escena: él es quien pone las reglas, quien se encarga de organizarlo todo, de decidir lo que se va a hacer en cada momento... Era bastante lógico que ese papel lo hiciera yo», explica Oliva sobre su doble rol.

Y es que en esta ocasión, Teatro Silfo -en colaboración con los teatros Circo y Romea- refuerza el peso en esta historia de los padres y la hermana de Ana (Otto y Edith, y Margott), así como de Fritz Pfeffer, un dentista judío -al que Ana dio el nombre de Albert Dussel en su diario-, y la familia van Pels -identificada en el texto como van Daan-, formada por Hermann, Auguste y el hijo de ambos, Peter. «La realidad es que la única voz que se conserva de aquella historia es la de Ana, además de la de su padre, que fue el único de los ocho que sobrevivió a los campos de concentración y el que se encargó de la publicación del diario; los demás, no han tenido la oportunidad de contarnos cómo fue para ellos ese encierro. Así que Ana, claro, es la protagonista, pero hemos intentado que el espectador, cuando vea La casa de atrás, sea consciente de que todos, los ocho, vivieron aquella tragedia», explica el director, que apunta que, para conseguirlo, han creado una adaptación eminentemente grupal: «En este montaje no hay entradas y salidas -de los actores-, aunque creo que tampoco hubiéramos podido hacerlo de otra manera: ellos estaban encerrados, no podían salir de aquella casa. La única que sí va y viene es la secretaria de Otto Frank, que es quien les llevaba comida, ropa, etc. Pero, por lo demás, el carácter colectivo de la obra era inevitable».

Potenciar esta idea es responsabilidad de Eva Torres (Edith Frank), Alba Carrillo (Margot Frank), Toni Medina (Hermann van Pels), Sara Saez (Augusta van Pels), Fran Bordonado (Peter van Pels), Salvador Serrano (Fritz Pfeffer), Ana García (Miep Gies) y, por supuesto, el propio Oliva y su hija en la ficción, la jovencísima Irene García, que se enfrenta a su primer gran papel como protagonista de La casa de atrás. «Había participado en el montaje del Aula de Teatro de la universidad -de la que Oliva es director- del año pasado, Habitación 101, y se presentó a nuestro casting como casi todas las chicas de aquel elenco. El tema es que la gente que termina la ESAD tiene unos 21 ó 22 años, y lo que nosotros queríamos era a alguien de 18 ó 19 que pudiera aparentar 15, e Irene encajaba perfectamente en el perfil. Además, nos dio mucha confianza haberla visto en la obra que hizo con la UMU y, bueno, hizo un casting estupendo. A Teatro Silfo le gustó mucho y creíamos que era un fichaje estupendo», apunta Oliva sobre la joven actriz, que se ha integrado a la perfección con el resto del equipo -«Somos como una gran familia: nos conocemos bien entre nosotros y hemos trabajado juntos muchas veces», apunta- y, asegura, está «muy emocionada» con el reto que tiene por delante.

Crónica de un encierro

En cuanto a la estructura de la obra, se divide en dos partes bien definidas: la primera refleja la llegada de los protagonistas a la casa, «la extrañeza de un lugar que va a ser su hogar durante un tiempo indeterminado, pero que en ningún caso pensaban que llegaría a los dos años y medio», apunta Oliva; y la segunda, tras un año y medio de encierro, intenta representar «cómo la desesperanza empieza ya a hacer mella en los inquilinos, cómo el pesimismo empieza a apoderarse de ellos y la idea de que pueden ser encontrados por los nazis comienza a estar muy presente en el ambiente». Con ello, el objetivo de Teatro Silfo -encarnado en la figura de Oliva padre- es que el público pueda ser consciente de lo que era para ellos el día a día.

«No nos queríamos remontar a antes del encierro ni recrear lo que sucedió después -apunta el director-. Todo el mundo conoce ya la historia de los campos de concentración, todo el mundo ha visto las imágenes del genocidio y, en general, todos sabemos lo que es y supuso el Holocausto. Lo que a nosotros nos interesaba era contar la historia de gente corriente en circunstancias extraordinarias; en este caso, extraordinariamente trágicas. Que el público se diera cuenta de cómo un montón de cosas que para nosotros son algo normal, como puede ser pasear por la calle, coger un autobús o ir al cine, para ellos se había convertido, de la noche a la mañana, en algo impensable. En resumen, reflexionar sobre lo que supone también para nosotros vivir en libertad, en un país y una época sin guerras ni grandes conflictos», explica Oliva, que cuenta con escenografía de Fabrizio Azara, iluminación de Jesús Palazón y música de Marco Valentino.

Y es que, para Oliva es precisamente eso, esa naturaleza tan personal, la que le da al Diario de Ana Frank un plus de emotividad frente a otros testimonios de la barbarie nazi. «Es que no es una historia sobre la guerra, sino una niña hablando de sí misma, de madurar en un espacio en el que no tiene privacidad, en el que no tiene siquiera un sitio para llorar en solitario -señala el director-. Aquello es solo el telón de fondo, un contexto que condiciona a los personajes, pero el foco no está tanto en lo terrible de su realidad como en la conciencia sobre su propio cambio»; una transformación lastrada, entorpecida por el drama de miles de judíos, golpeada por una cruel persecución, pero que, poco a poco, sigue su curso, dando espacio, en medio del caos, al amor.