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La misma piedra

"¿Se sabe algo del niño?". Mi mujer me hizo esta pregunta ayer a mediodía cuando regresó de trabajar. Evidentemente, no se refería a mis hijas, tampoco a ninguno de sus primos ni a sus compañeros de clase. No se interesaba por nadie cercano a nosotros. Todos sabemos por quién preguntaba, porque todos llevamos una semana pendientes de Julen y su familia y, si pudiéramos, todos nos dejaríamos las uñas y las manos, como hizo su padre, por ayudar a rescatar al niño de dos años que nos tiene en vilo casi una semana, por sacarlo del pozo de la desgracia, por acabar y consolar a sus padres ante un sufrimiento cuyo dolor no somos capaces ni de imaginar y que nunca querríamos para los nuestros, nunca queremos para nadie.

Los accidentes, las tragedias, los infortunios, las desgracias son algo inherente a la vida. No hay que salir a buscarlas, porque vienen solas. Por eso, da mucha más rabia pensar que muchas de las que nos encontramos se podían haber evitado con control y con interés, pero, sobre todo, con voluntad. Y nos duele e indigna, sobremanera, cuando las víctimas son niños indenfensos, inocentes, frágiles.

Julen no es el primer niño que cae a un pozo sin protección y mucho me temo que no será el último, porque lo peor de todo es que somos completamente incapaces de aprender de nuestros propios errores, adoptar medidas para corregirlos, ni siquiera ante pesadillas como la que se vive estos días en Totalán.

Cada vez que ocurre una gran desgracia, oímos una y otra vez, como si fuera un mantra, o peor, como si se tratara de una frase hecha para la ocasión, aquello de que debemos hacer todo lo posible y poner nuestro empeño en que no se vuelva a repetir, en que no vuelva a pasar. Pocas veces pasamos de las palabras a los hechos, las desgracias caen en el olvido de las hemerotecas, de donde sólo las rescatamos cuando se repiten otras similares, porque, desgraciadamente, se repiten.

A todos nos impactan, a todos nos indignan, todos criticamos a los responsables, cuando, en realidad, todos somos cómplices de que muchas de las tragedias que nos causan auténtico espanto ver en las páginas de los periódicos y en los programas de radio y televisión vuelvan a suceder. Quizá no exactamente igual, pero sí en condiciones o con caracterírsticas similares. ¿Por qué? Porque no hacemos nada, porque no exigimos que quienes pueden tomar medidas las tomen, porque creemos que a nosotros nunca nos va a pasar algo tan tremendamente angustioso y no somos conscientes de que basta un descuido, un segundo, una cita con la mala fortuna para que la vida se hunda para siempre en un pozo.

Hace más de veinte años, en septiembre de 1997, un joven becario que empezaba a dedicarse a esto de juntar letras para contar noticias, tuvo que enfrentarse a su primer suceso. Felipe, un niño de siete años estaba jugando alrededor de un pozo junto a uno de sus amigos. Nada le impedía acercarse a él, se subió encima de las tablas que hacían de tapadera y, como haría cualquier niño de su edad, empezó a saltar. La madera quebró y el pequeño se precipitó hacia el interior. El pozo tenía cincuenta metros de profundidad y había bastante agua en el fondo. Siete horas después, los bomberos y un buzo lograban rescatar el cuerpo sin vida de Felipe.

Dos décadas más tarde, ese becario se indigna al leer, a raíz de lo que le ha ocurrido a Julen, que la Sierra Minera de Cartagena-La Unión contaba con 72 pozos peligrosos en 2006 y que, años después, se ha seguido denunciando la existencia de otros cuya seguridad es deficiente o muy deficiente. Decir que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra es quedarse muy corto.

«¿Se sabe algo del niño?». Le ha tocado a Julen, pero a la vista del abandono, la falta de control y la despreocupación e irresponsabilidad de muchos, la pregunta que me hizo mi mujer podría haberse referido a mis hijas, a sus primos, a alguno de sus compañeros del cole, a alguien cercano. Tal vez por eso, porque todos podemos ser algún día Julen y su familia, nos mostramos comprensivos y solidarios, sufrimos con ellos y seguimos con atención las labores para sacar a este niño, a esta familia, del pozo en el que ha caído.

Muchas pinturas y gráficos representan, como opuesto del cielo, el infierno bajo tierra. Lo que no sabíamos es que lo teníamos a tan pocos metros de profundidad. Tan cerca.

Me sumo a la esperanza de los padres de Julen, porque sin esperanza no hay nada, no somos nada. Su hermano lo protege y lo protegerá siempre. Y nosotros, desde aquí, podemos hacer, al menos, dos cosas: exigir que se tapen y protejan en condiciones estas trampas mortales de nuestros montes. Y rezarle a nuestra Madre cartagenera su oración: «A ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas».

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