Dicen que el que la sigue la consigue, que es una forma popular de augurar buen fin a la perseverancia. Luego está la obstinación, que viene a ser como una exagerada e irracional perseverancia, que muchas veces se da de bruces contra la realidad o que cosecha un perjuicio a quien se empeña obsesivamente en algo que cree le puede beneficiar. Sin duda, la obstinación no atiende a razones ni a consejos, y es capaz de avanzar sin descanso hacia el precipicio. La historia y la leyenda están llenas de grandes personajes que consiguieron llevar a buen fin sus empeños: Desde el caudillo Moisés, que llevó al pueblo judío a la Tierra Prometida, tras 40 años de sufrimientos por el desierto; a Ulises, que llegó a Ítaca; Cristóbal Colón que llegó a las Indias; o Magallanes y Elcano, que consiguieron dar la primera vuelta al mundo en un velero. Sin embargo, grandes estrategas y poderosos mandatarios, llevaron a sus pueblos al desastre y hasta la desaparición por empecinarse en enfrentarse a todos. La obstinación ha terminado con los más poderosos soberanos y con los mejores dictadores de todas las épocas. Desde el Imperio Romano, la Armada Invencible, el Imperio Napoleónico, el todopoderoso III Reich o la propia URSS, demuestran aquello de que por muy altas que se levanten las torres, no hay cimientos basados en la violencia, la injusticia, ni la manipulación de las masas que no terminen en la ruina, como lágrimas en la lluvia.

Es cierto que la historia nos ha demostrado que, por ahora, no hemos descubierto un régimen menos malo que la democracia y que, mientras tanto, hemos de defenderla con todas nuestras fuerzas, incluso contra los cantos de sirenas de quienes culpan a la democracia de los males que asolan los tiempos que vivimos. Y también es cierto que las masas, convenientemente enfervorizadas, manipuladas y engañadas, pueden usarse como rebaños dirigidos contra el precipicio o contra las fauces de las manadas de lobos. De vez en cuando hay que tener presente que hasta Hitler ganó unas elecciones, y que miles de ciudadanos salían a las calles con miles y miles de banderas para apoyar a quien los llevó al desastre.

La historia cada día interesa menos a quienes programan los temarios de la enseñanza que se imparte a los ciudadanos, y por eso nos dicen que estudiarla no es una necesidad, tal vez mientras piensan que es un peligro, como todas las disciplinas que hacen pensar distinto, por uno mismo. Pero la historia nos enseña muchas cosas, entre ellas el daño que han hecho las banderas y los sentimientos nacionalistas que se han inculcado a las gentes desde que el mundo es mundo. Nada peor que olvidar que el mundo es la casa de todos y que los humanos hemos de ser hermanos y convivir con la naturaleza y el resto de seres vivos. Lo olvidamos pero en ello nos va la vida y la supervivencia.

Juan Martín, ´El Empecinado´, fue un destacado guerrillero español que luchó con perspicacia, valor, perseverancia y éxito contra la invasión de las tropas napoleónicas. Gracias a ello el pueblo lo idolatraba y hasta fue condecorado y ascendido a altas responsabilidades dentro del ejército español por el propio Fernando VII. Benito Pérez Galdós escribió de él que fue «un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, generoso, leal y sin parentela moral con facciosos». Con el paso del tiempo, por su lucha, en el Trienio Liberal, contra los absolutistas, terminó ajusticiado como un criminal por el propio Fernando VII, y el pueblo, que otrora lo vitoreaba como un héroe, le escupía en la cara y pedía

su ejecución.

No sé porqué escribo esto ahora, tal vez porque los salvapatrias vitoreados por la plebe hoy, pueden ser mañana denostados por los mismos que portaban banderas en su apoyo ayer. Le pasó al propio Jesucristo, que entró con vítores, olivo y palmas a Jerusalén y luego fue el propio pueblo quien clamaba para que lo ajusticiaran. Sigue faltando mucha educación y mucho criterio y el peor mal que nos lleva a la ruina es la manipulación de las masas que siempre promueven los poderosos.