Era martes, 3 de abril de 1979. Los españoles y españolas mayores de 18 años fueron llamados a las urnas para elegir, democráticamente, a los concejales y concejalas que habrían de defender sus intereses por un periodo invariable de cuatro años. A aquellos representantes les tocaría luego (exactamente el 19 de abril) elegir a los alcaldes y alcaldesas como máximos representantes de las corporaciones locales.

Habían pasado 48 años de aquel lejano 12 de abril de 1931, la última vez que se votó la composición de nuestros Ayuntamientos en democracia, dando lugar al advenimiento de la II República Española.

Fue el inicio de la mayor transformación política, social, económica, educativa, cultural y estructural que ha conocido España. Hacía muy poco tiempo que había entrado en vigor la actual Constitución de 1978, que tras una larga dictadura consagraba el principio de autonomía local.

En esas históricas elecciones locales, se eligieron un total de 67.505 concejales, en los casi 8.100 municipios del conjunto del Estado. La ya extinta Unión de Centro Democrático (UCD) consiguió 28.960 concejales (30,6%), el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) sumó 12.059 ediles (28,1%) y el Partido Comunista de España (PCE) llegó a los 3.727 (13,1%). En el ámbito nacionalista, Convergencia i Unió (CiU) logró 1.756 concejales, y el Partido Nacionalista Vasco otros 1.079. Un total de 16.320 concejales ocupaban puestos en candidaturas independientes, ajenas a partidos políticos.

De las 50 capitales de provincia, el PSOE obtuvo 23 alcaldías, UCD 20 y el PCE únicamente la de Córdoba. Las dos formaciones de izquierda acordaron unir sus votos y apoyar la lista más votada en cada caso.

Carencias y necesidades

En 1979, los municipios españoles tenían enormes carencias y necesidades de todo tipo. Apenas había instalaciones deportivas, educativas y sanitarias, y los parques y jardines escaseaban. La eclosión demográfica llevó a la necesidad de construir viviendas, y aquel desarrollismo urbanístico, salvo excepciones, no tuvo en consideración habilitar espacios abiertos de esparcimiento ciudadano.

Hoy, 40 años después, el cambio ha sido radical, y no sólo en lo físico. El espíritu de aquel 3 de abril fue convertir nuestros pueblos y ciudades en un espacio público compartido en términos de convivencia democrática. Ello ha sido posible por el trabajo y el empuje de los ayuntamientos, las instituciones públicas más cercanas al ciudadano, la que sentimos más próxima y accesible. Y también, a la que elogiamos y criticamos con mayor vehemencia. Eso es la democracia.

En este número especial de LA OPINIÓN, damos voz a algunos de los protagonistas de la vida local, que hablan de unas calles donde se respiraban aires de libertad y democracia. Es un reconocimiento a las generaciones que lo hicieron posible.

Fue una época de ilusiones, de mucho diálogo, de mucho consenso, de tomar las calles, de reivindicar todo lo reivindicable y más aún. Se ha dado forma en cuatro décadas, con la participación de todas las administraciones, a una comunidad autónoma moderna. Con carencias, claro, pero que ha registrado sustanciales cambios en todos los aspectos.

Es cierto que tenemos por delante retos y asignaturas pendientes, como les sucede a todas las democracias. Eso debe ser un acicate, y nunca motivo de desazón o sentimiento de frustración.

Falta, por ejemplo, una verdadera financiación de las haciendas locales, justa y adecuada, para el impulso definitivo. «La Europa de los pueblos y las ciudades», dicen algunos, una vez superadas (o casi) las etapas de «Europa de las naciones» y la «Europa de las regiones».