Tuve una profunda amistad con Adela Gummá, la viuda de Bonafé, desde que añoré haber disfrutado al artista en vida, y a su familia, en La Alberca, pero mis años por la pedanía murciana no coincidieron con su estancia aquí y mi padre no hizo uso de aquel croquis del propio pintor que le hizo para llegar fácilmente a su casa.

Nos carteábamos con mucha frecuencia, ella no tenía un mal recuerdo de Murcia, a pesar de las dificultades económicas. Sus paseos por el monte, las clases de piano, un vecindario amable y algunos artistas amigos, hicieron apacible aquella estancia. Les visitó Gaya, que vivió con ellos; Alfonso Albacete fue su discípulo; Juan González Moreno les atendía y buscaba compradores de pintura; alguien que quisiera tener un retrato de Bonafé, de aquellos maravillosos y velazqueños.

Cuando a su hija Juana y a su marido, ingeniero industrial, lo trasladaron a Canarias, Adela y Juan hicieron las maletas y se marcharon con ellos a las Islas. Vivieron en Tafira Alta; él pintaba e hizo alguna exposición allí. Pero el destino no era lo halagador que podría haber sido y el pintor moría lejos de Murcia, en 1967.

Un nuevo traslado de la familia a Zaragoza, de donde el marido de Juana era natural, dejó los restos del artista en Canarias, en el pequeño cementerio de Tafira, sin una referencia familiar cercana. Esa situación empezó a dolerme espiritualmente y me enfrenté a ella solicitando de doña Adela la autorización necesaria para trasladar los restos del pintor a La Alberca. Mientras tanto, Manuel Fernández-Delgado, en Chys, montaba una exposición de acuarelas del artista, preciosas. Después vinieron otras organizadas por mí; pero ellos fueron los primeros en rescatar su recuerdo.

Adela Gummá me autorizó e incluso me hizo llegar la documentación del enterramiento de Bonafé en Tafira Alta, para que lo trajésemos al cementerio de La Alberca. Juana se manifestó con una condición: ella no volvería a Canarias. Las primeras gestiones recomendaron que tendrían que transcurrir diez años desde el fallecimiento, para que los gastos fuesen menores, es decir, habíamos de esperar a 1977. Y así hicimos. Las últimas gestiones fueron realizadas con la ayuda del ayuntamiento de Murcia y la colaboración de su concejal, Antonio González Barnés. Un buen día Bonafé, sus restos, volvieron a Murcia.

A sus orígenes. Está enterrado con total dignidad. Recuerdo que una de sus flores preferidas eran los heliotropos. Algunas tardes subo hasta su lugar definitivo y con la brisa del monte y el amparo del corazón, le pongo unos heliotropos sobre la losa que lo cubre. Me gusta que esté entre nosotros, al amparo de estos pinos que pintase, con la vega desparramada en el horizonte. Los cuadros de Bonafé demuestran, todos los días, que no murió nunca.