La tercera edad ya no es lo que era, por suerte. Muchos abuelos y abuelas de antaño vivían convencidos de que a partir de cierta edad lo único que podían esperar de la vida era que ésta terminara. «A mí sólo me queda morirme», me decía mi abuela. Hoy nuestros mayores lo tienen claro: es la edad de oro la ideal para vivir nuevas experiencias y revivir viejas costumbres olvidadas? o por siempre mantenidas.

Así nos lo hace saber un lector que pudo comprobarlo en sus propias carnes hace bien poquito: «En plena ola de calor, esa del mes de julio, mi mujer me regaló una tarde-noche de relax en un balneario de cuyo nombre jamás me olvidaré.

Las humeantes aguas termales no se me antojaban del todo apetecibles con la que estaba cayendo, la verdad, pero por no hacer un feo a la parienta, cargué la mochila con bañador, chancletas y uno de esos gorritos de agua que tanto afean. Entramos al balneario a última hora de la tarde, para tratar de sobrellevarlo lo mejor posible. Con el calor que hacía imaginaba una balsa más bien vacía. Me equivoqué. Aquello estaba hasta la bandera, lleno de gente dispuesta a sufrir lo que hiciera falta por su salud. Es más, fijándome un poco más, observé que la media de edad estaba muy por encima de los sesenta».

«Bueno, me dije, de algún modo habrán llegado tan bien a esa edad. Medio mareado por la bajada de tensión, pasé de la piscina a un jacuzzi que prometía un delicioso masaje de burbujas, visto el lleno total. Me metí, dispuesto a encontrar un hueco. Sólo mujeres maduritas. Me miraron sonriendo, pero ninguna se movió un ápice para dejarme sitio.

El único esfuerzo que hacían era darle a un botón cuando las burbujas de los asientos decaían. Parecían autómatas, pero sin perder ese gesto de satisfacción. Sospechoso. Me acerqué a una de ellas y le pedí que se echara un poco a un lado. Mi artrosis no me lo permite, nene. La de al lado no me dejó ni abrir la boca: no tengo suficiente fuerza en las piernas para moverme, hijico. Y así, de una en una, me fueron dando largas, eso sí, sin dejar de darle al botón.

Será que esas burbujas dan un masaje de espalda espectacular y estas mujeres lo necesitan más que nadie para no quedarse postradas en la cama, pensé con absoluta inocencia. De pronto, justo cuando me iba a salir del jacuzzi, una gran parte de aquellas señoras doradas comenzó a gimotear de una forma extraña. Me asusté, pensando que igual tanto rato en esa agua caliente les estaba provocando algún tipo de ataque. Fui corriendo a avisar al socorrista, quien, para mi sorpresa, me miró con cara divertida y me señaló hacia la cola de señoras que esperaban turno para disfrutar de las burbujas. No te preocupes chaval, que el único ataque que están teniendo es de puro gusto, ¿entiendes?».