Señoras y señoros: por si no lo saben, les diré que tengo un primo en el paro, información nada relevante habida cuenta de que comparte esta situación con otros cinco millones. Pero les confesaré que lo más preocupante no es el desempleo, sino que este parado mío es enemigo declarado del trabajo: sepan que desde la más tierna infancia consideraba tarea excesiva ir a la escuela o hacer cualquier mandado. Algunos pensaban que se trataba de un trastorno mental, una especie de fobia al trabajo, aunque el abuelo ya entonces dictaminó que el zagal era más gandul que un trillo y que por eso no le gustaba amagar el lomo.

Sin embargo, pasados muchos años, aunque fuera por equivocación, tuvo un empleo, que las malas lenguas atribuyen a una estrategia sibilina que no tenía como fin trabajar, sino beneficiarse de la posterior prestación por desempleo. Así, en este dolce far niente del subsidio vivió algunos años, hasta agotar la ayuda de 426 euros y quedarse sin nada, viviendo a la sopa boba.

A tanto ha llegado su gusto por la desocupación, que ahora afirma que no busca trabajo porque, si lo encuentra, perderá su antigüedad como desempleado, con los perjuicios que eso conlleva. Y así está, mano sobre mano, paseando de un lado para otro, mientras censura a los que encuentra trabajando la inutilidad de su esfuerzo, cuando se puede vivir sin hacerlo.

Pero como todo puede ir a peor, o a mejor, según mi primo, resulta que viene oyendo que doña Fátima Báñez y otros arbitristas de la salida de la crisis se afanan en crear nichos de empleo. Y desde entonces, lo veo más ufano, más creído de la verdad de sus razones, pues ya no se trata de soportar ocupaciones fatigosas o trabajos basura, sino de algo mucho peor. Los citados nichos laborales le confirman algo que él ya sospechaba: que el trabajo es un mataero y una muerte, y los que nos ofrecen empleo no son más que nuestros taimados enterradores.

Pensándolo bien, no le falta razón, porque los gurús de la política no paran de inventar términos que encubran la verdad de sus mentiras, sin darse cuenta de que, como en este caso, sus retorcimientos expresivos no arreglan, sino que empeoran, las cosas. O al menos, eso dice mi primo.