Parece que fuera ayer y han pasado 42 años desde que Franco murió. Los años setenta fueron decisivos en el devenir de España. Todo comenzó con el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco en el atentado perpetrado por ETA y la incógnita del silencio americano ante el magnicidio, dada la cercanía de su embajada dotada con sofisticados sistemas de escucha y de protección al lugar del atentado. La duda siempre estará ahí para el resto de los tiempos.

El segundo quinquenio de la década nacería bajo el signo de la política autorizada. La muerte de Franco, acaecida el 20 de noviembre de 1975, provocó una oleada de inquietud entre las derechas y de fogosa ilusión entre las izquierdas. Los partidos políticos hubieron de actuar forzosamente con cautela, con el fin de no volver a repetir la temida situación incendiaria de la República. Los partidos decidieron perder lastre político con el fin de salvar la democracia y poder así sobrevivir.

Murcia no fue ajena a aquellos cambios que llegaban. El 20N de 1975 y la preocupación latente se hizo visible en las calles de la ciudad. Este sentir se puso de manifiesto en la calle de la Trapería. La Covachuela de Romero mostraba una efervescencia fuera de lo común, ante las portadas y las ediciones especiales de diarios y revistas que coincidían en sus titulares: «Franco ha muerto».

La universidad murciana rompió su sosiego, prodigándose asambleas y movimientos de estudiantes durante la larga agonía del Caudillo, mientras que la mayoría de ciudadanos aguardaban pacientes los acontecimientos por llegar. Los españoles, entonces, parecían más interesados (tras unos primeros brotes de ilusionado entusiasmo) por las ventajas materiales que por las políticas. Pronto la gente sintió que los partidos eran más burocráticos que políticos, más oportunistas que idealistas, quedando muchos desencantados; los nuevos tiempos exigían más disciplina y menos utopía, corriente que se extendía por toda Europa.

Orientalismos, gurús, maestros del yoga llegados de Norteamérica también hicieron su agosto ante una Iglesia que conservaba sus obsesiones burocráticas y morales. Las drogas aumentaron su poder y fuerza, se dijo que en 1979 los consumidores de heroína en España llegaban ya a los 700.000, quizás una cifra exagerada pero indicativa. Después del feminismo aparecieron nuevas reivindicaciones: la de los homosexuales que publicaron sus proclamas y se manifestaban por las calles, y paralelamente hacían su aparición dos nuevos fenómenos: la prostitución masculina y los pasotas.

Marcelino Camacho, Tierno Galván y todo el inmenso abanico de personalidades políticas de entonces coincidieron en la Murcia provinciana pronunciando conferencias. Pero quizás, quien mejor resumiera el sentido y la práctica necesidad de aquellos novedosos tiempos fuera José Valverde Díaz, nuestro querido Pichilate, cuando le fue presentado al presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, a las puertas del Ayuntamiento capitalino en una de sus visitas a Murcia en los primerizos tiempos de la UCD, al estrecharle la mano y decir: «Buenos días, don Felipe Suárez?». Con el paso de los años algo nos ha quedado muy claro: con Franco, éramos más jóvenes.