Ocurrió que, debido a una tecla apretada por error, el contestador automático que una buena amiga acababa de instalar en su teléfono quedó en activado en modo de grabación durante una mañana en la que, casualmente, la chica de la limpieza vino a realizar sus tareas acompañada por su madre. Los comentarios de la empleada doméstica, accidentalmente recogidos por el contestador, permitió a mi amiga hacerse una idea de la opinión real que sobre ella tenía la aparentemente amigable auxiliar. Entre otras lindezas, mi amiga tuvo que oír comentarios del siguiente tipo: «Ésta (por mi amiga) es tan roñosa que nunca me ha invitado ni siguiera a un café». Algunos otros comentarios son directamente irreproducibles.

El caso es que mi amiga dudó (en su beneficio diré que solo unos segundos) si aquella empleada cotilla merecía el despido fulminante por sus desagradables comentarios. Finalmente concluyó que era mejor tener una empleada eficiente y conocida, aunque obviamente desafecta, que una petarda perezosa y desconocida, por muy leal y amistosa que ocasionalmente pudiera resultar. Eso sí, nunca se privó de hacerle algún comentario con segundas del tipo: «Ya sabes que te puedes tomar un café conmigo cuando quieras, para que luego no vayas diciendo cosas por ahí...».

Y es que, para qué nos vamos a engañar, nadie nace con vocación ni crece con aspiraciones de desarrollar su vida limpiando casas ajenas, al menos en estos tiempos de formación accesible y prácticamente gratuita en muchos de sus niveles para todos los ciudadanos de un país avanzado. De hecho, prácticamente todos esos trabajos son ocupados (y ejercidos casi siempre con gran dignidad) por chicas inmigrantes.

Sin quitarle un ápice de dignidad a cualquier trabajo bien hecho, tengo por seguro que, en el futuro, ningún ser humano se dedicará a las tareas domésticas, al menos a aquellas en concreto que exijan solo un mero esfuerzo físico para la realización de una tarea repetitiva. Al igual que ya nadie lava a mano, ni ropa ni vajilla, probablemente nadie limpiará la casa ni se ocupará manualmente de esa desagradable tarea. Para ello tendremos los robots. Yo ya tengo uno, y se llama Conga.

En realidad es el segundo que me compro. El primero fue hace siete u ocho años y era fabricado por una compañía americana con el sugerente y cinematográfico nombre de iRobot, que para más inri también fabrica artilugios robóticos para el Ejército americano. Era bastante caro y se llamaba Roomba, y aún se sigue fabricando y vendiendo en esos términos y con esa misma marca. Mi nuevo Conga cuesta la tercera parte, probablemente esté fabricado en China y funciona a la perfección.

Hasta donde no llega la limpieza diaria de mi robot Conga (que por lo demás alcanza lugares donde ninguna limpiadora anterior llegó), estamos mi señora esposa y yo los fines de semana, que tampoco se le tienen que caer a uno los anillos por pasar un trapo por tres o cuatro mesas y encimeras, de cocinas o lavabos. Y adonde no llegamos, o no nos apetece llegar, mi señora, yo, ni nuestro fiel robot Conga, llega sin duda una empresa de limpiezas que contratamos periódicamente y que utiliza eficiente y potente maquinaria de limpieza industrial.

Mientras tanto, todas las mañanas tengo que aguantar estoicamente y mientras intento concentrarme en mi trabajo a una Keli verborreica que se pasa horas y horas hablando a gritos y entre grandes risas con sus otras colegas Kelis, supongo, demostrando la maldición que ha supuesto para el correcto rendimiento de las empleadas domésticas la democratización de las redes sociales y las tarifas planas de las operadoras telefónicas.

Mientras que mi fiel robot Conga, convenientemente programado para que aspire o friegue alternativamente las dependencias de nuestra casa, hace humildemente sus tareas sin reclamar recompensa alguna, apenas un poco de mantenimiento y la alimentación energética nocturna de rigor, la Keli en cuestión que trabaja para mi vecina de arriba disfruta animadamente de su inusitada y poco leal falta de ocupación.

Y es que, volviendo al inicio de esta reflexión, nadie nace con vocación de limpiadora de casas, y lo entiendo. Ni de apretador de tornillos, ni de tantos otros oficios pesados y rutinarios que están llamados a desaparecer con el advenimiento de los robots de nueva generación. Seguro que las Kelis locuaces de este mundo acabarán encontrando dedicaciones y oficios lo suficientemente reconfortantes y satisfactorios para sí mismas como para no tener que vivir de tomar el pelo a sus incautas empleadoras ni irritar con sus conversaciones inacabables y llevar a la exasperación a sus impotentes vecinos.