Esto no es Cataluña. Esa fue la frase utilizada esta semana por el directivo de un colectivo al que pertenezco para dejar claro que en dicho grupo no hacemos lo que nos da la gana, que todo el mundo puede expresar sus ideas y propuestas y que las decisiones se toman por consenso, mediante el acuerdo de la mayoría, que todos respetamos, aunque siempre puede haber alguien al que no le guste una iniciativa, como ocurre en todos los colectivos del mundo y hasta en las familias.

En definitiva, ese «esto no es Cataluña» se podría haber traducido como un aquí nos respetamos todos, respetamos a las personas. Porque no nos equivoquemos. Que no nos engañen. Esto no va de una lucha de banderas, ni siquiera de territorios, ni siquiera va de quién maneja nuestros dineros. Que nuestra enseña nacional sea de un color u otro, lleve un escudo un otro, sea más pequeña o más grande no es lo importante. Que uno viva o tenga su sede social en Cataluña o en Laponia es intrascendente. Que mi casa, mi pueblo, mi ciudad, mi provincia, mi comunidad, mi país, mi continente o mi mundo sean enormes o un simple trozo de tierra es una nimiedad. Todo esto va de respeto a nosotros mismos, de consentir lo que otros piensen, digan o hagan, siempre que correspondan de la misma manera. Eso es lo que echo de menos, más en estos días, en los que nos estamos perdiendo el respeto a pasos agigantados, en los que nos permitimos señalar al otro con el dedo porque es de otro color, porque va peor vestido, porque está más gordo o en los huesos, porque es un facha o un perroflauta. Porque es español, porque es catalán.

Cada vez juzgamos más a los demás, incluso a los que tenemos cerca, y nos consentimos más a nosotros mismos. Disculpamos nuestros errores con excusas y resaltamos los de otros con hipérboles. Nos sentimos más sabios y enterados a la vez que subrayamos la ingenuidad de los demás. Nos creemos en posesión de una verdad absoluta que nadie puede rebatirnos. Cada día que pasa, nos respetamos menos. La humildad y la bondad son para los débiles. Hay que ser poderoso, rico y listo, el más poderoso, el más rico y el más listo. Hay que ser el mejor, el mejor de los mejores. Hay que ser un líder. Eso es el éxito. O así nos lo venden y nos lo dejamos vender.

La frase de mi compañero de directiva era, evidentemente, una broma, que arrancó unas risillas cómplices. La dijo sin intención y sin ninguna carga emocional ni crítica. Sin embargo, no es la única por el estilo que he escuchado esta semana y las redes sociales y los grupos de whatsapp están repletos de memes y chistes atacando, ridiculizando y menospreciando a los catalanes. Supongo que los smartphones de allí estarán igual con mensajes de burla y mofa hacia los españoles.

Menos mal que, aunque el asunto se está poniendo más serio de lo que debiera, de que estamos jugando con fuego, en esta España nuestra (incluida Cataluña, al menos de momento) no nos falta sentido del humor. No nos iría nada mal si, además, pusiéramos algo más de sentido común. Lo triste es que, como siempre, generalizamos y nos metemos todos en un mismo saco. Somos especialistas en crear clichés, en poner etiquetas, en generar estereotipos. Y casi siempre lo hacemos fijándonos y destacando el lado malo, lo más oscuro, lo peor.

Hemos visto plazas llenas de gente como nosotros, como tú y como yo, exaltada, agitada, alterada. Hemos presenciado imágenes y escuchado discursos que nos han puesto los pelos de punta. Porque nos cuesta creer que hayamos sido capaces de llegar a presenciar tanto odio hacia un lado y hacia el otro. Y no, no soy equidistante. Porque creo que, en el fondo, todos queremos lo mismo. Me resisto a pensar que el joven, el padre o el abuelo catalán no desea lo mismo que yo: Vivir en un mundo libre, en paz, con trabajo y con salud para los nuestros. Todos sabemos que la violencia es mala, que imponernos al otro porque sí no es la solución, que las normas que nos hemos dado, que nos han dado nuestros abuelos están para cumplirlas. Y si algunos no lo ven, si no lo quieren ver, habrá que sacarlos del error y demostrarles que lo primero para convivir sin tensiones ni presiones es el respeto mutuo. Para eso están las leyes.

Será coincidencia, pero en la misma semana en la que el desafío catalán sitúa a España en la crisis institucional más grave desde la transición, leo el siguiente titular en este periódico: «Enviarán al presidente regional la hoja de ruta para la restitución de la provincia de Cartagena».

La noticia surge de la reunión de la mesa que desarrolla este trabajo que, seguramente, estaba fijada hace tiempo, pero, a veces, hay que saber tener el don de la oportunidad, porque visto lo visto, es para echarse a temblar. Sí. Ya sé que no es lo mismo y que los cartageneros somos los más patriotas del mundo, pero no deja de ser una actitud igualmente separatista, en unos tiempos en los que tal vez nos iría mejor pensar en unirnos. Me tranquiliza saber que esto no es Cataluña. ¿O sí?

Alguien que me estima, lleva semanas diciéndome que a las personas no debemos quererlas por cómo son, sino por quiénes son. Creo que, por fin, lo entiendo. Será porque mi generación es la de Marco, la de Heidi, la de Espinete y la de los mundos de Yupi.