Atentados como los acaecidos en Cataluña provocan en las sociedades que los padecen una carga emotiva sin parangón. Efectivamente, se trata de actos de una crueldad e irracionalidad nunca vistos (los terroristas pueden incluso matar a partidarios suyos, dado el carácter absolutamente indiscriminado de su proceder), urdidos desde valores ideológicos siniestros completamente ajenos a los de sociedades abiertas como la nuestra, y ejecutados por quienes no son percibidos como de los ´nuestros´. Si a ello añadimos la sensación de vulnerabilidad extrema en la que nos sitúan, se explica la cohesión emocional que se produce tras la barbarie, que dificulta un análisis racional de lo que no es otra cosa que un hecho político (todo acto terrorista lo es) con el que nuestra realidad política presenta conexiones evidentes, las cuales llegan a condicionar la génesis y evolución de tan trágicos acontecimientos.

El poder ha intentando ocultar estas conexiones construyendo un discurso simplista, según el cual lo que ha ocurrido es que unos desalmados fanáticos religiosos que quieren destruir nuestra sociedad han ocasionado 16 muertes inocentes. Y que todo lo más que podría haberse hecho es haber dispuesto de unos bolardos en el acceso a las Ramblas, cuya carencia es una negligencia atribuible a la izquierda municipal gobernante. En base a este argumento se pretende la unanimidad en torno al poder sin resquicio alguno para la discrepancia, de modo que cuando ésta surge en la manifestación de Barcelona (alusiones a Arabía Saudí y el tráfico de armas), la mayoría de fuerzas políticas y medios de comunicación se rasgan las vestiduras lamentando la ruptura de la ´unidad´ contra el terrorismo yihadista.

Y es que la historia es bastante más complicada de como nos la presentan. En primer lugar, los crímenes de ISIS en las capitales europeas no son otra cosa que una prolongación de la guerra civil que vive el mundo islámico. Efectivamente, tras la invasión de Irak y el incremento de la influencia iraní en el país mesopotámico, Arabia Saudí y las petromonarquías feudales del Golfo alientan el surgimiento de ISIS para neutralizar la hegemonía chií, ofensiva que se extiende hacia Siria y posteriormente hacia Yemen, territorios en los que los fundamentalistas del wahabismo cuentan con apoyo financiero y militar de las satrapías saudí y qatarí. EE UU, la OTAN e Israel no ven con malos ojos a unas organizaciones terroristas que contribuyen a debilitar a los enemigos del Estado hebreo y de EE UU. Tal es así que, aunque Occidente se ve obligado a realizar acciones militares contra ISIS, mantiene intactos sus vínculos con Arabía Saudí y países del Golfo. Nuestro gobierno es el tercer exportador de armas hacia aquel país y son conocidas las relaciones personales y políticas de nuestra más alta magistratura con los jeques que financian, entre otras cosas, las mezquitas que difunden el odio irracional que induce a las matanzas, tanto en Siria como en Barcelona. Por tanto, existe una cooperación política y militar de nuestras élites con quienes están detrás del terror, que hace décadas fue incluso alentado por los servicios secretos y el dinero de EE UU, como han reconocido portavoces políticos y militares de este país.

Todo este asunto se ha tratado de obviar, así como lo relacionado con la actuación policial. Ésta, a pesar de los elogios que recibió los días posteriores a la matanza, ha hecho gala de una absoluta falta de coordinación entre los cuerpos policiales, cuestión denunciada por éstos. Coordinación que, de haber existido, quizá hubiera provocado otra evolución de los acontecimientos que condujeron a los atentados. Está claro que el conflicto territorial entre el Estado y Cataluña que vive este país ha interferido en la necesaria colaboración entre las distintas policías, tanto en la esfera preventiva como ejecutiva.

Por consiguiente, al terror fanático no se le combate con bolardos, como estúpidamente la derecha pretende hacer creer, sino con un replanteamiento de nuestra política exterior en el mundo islámico y con una colaboración entre policías que trascienda la crisis en la que está sumido nuestro modelo territorial.