Aunque en este país vamos con mucho retraso en todo lo que tiene que ver con la iniciativa empresarial, la verdad es que cuando cogemos un tren lo hacemos con enorme pasión y entusiasmo. Y cierto nivel de papanatismo también.

Recuerdo al presidente del SEPES (la empresa estatal que promueve los polígonos industriales) diciéndome a finales de los 80: «Al final, todas las comunidades autónomas querrán tener su parque tecnológico». De hecho, hice para él unos bonitos anuncios de prensa cuyo titular era: ´¿Sueñan los robots con parques tecnológicos´. Lo que no sabía mi apreciado Gonzalo Navarro es que no solo cada comunidad autónoma sino que cada provincia y ciudad con cierto renombre acabaría exigiendo su propio Silicon Valley en forma de Parque Tecnológico, promovido o subvencionado, más o menos abiertamente, por alguna o varias Administraciones públicas.

A la moda de los Parques Tecnológicos siguió la de las incubadoras de empresas, ocupadas por ese perfil de emprendedores -de glamour irresistible para los políticos que las subvencionan- denominado startup.

Aquí -en la España cañí, me refiero- hemos consagrado un tipo de startup que en muchos casos es pura imitación de lo que funciona fuera (algo que en sí mismo no está mal) y que normalmente aporta muy poco valor añadido al público o a otras empresas. Y de genuina innovación tecnológica, la justa o menos.

La culpa no la tienen los emprendedores, aunque hay mucho fantasmeo, típico por otro parte de los millennials un poco macocos, antes llamados simplemente thritysomethings. Más bien la culpa es de la escasez de genuino capital riesgo, sustituido en este país por capital de postureo y rácanos subvencionadores públicos.

Todo un poco falso y deprimente, pero al menos sirve para que la juventud de esta generación afronte el oficio de emprendedor con más ilusión y respaldo que lo que lo hizo la mía, repleta casi en exclusiva de aspirantes al noble desempeño funcionarial.