Me uno a esos que gustan deleitarse cuando hablan de sus primeros libros o de las lecturas que más influyeron en sus vidas, no sin antes reconocer que, a diferencia de tantos relatos brillantes y ejemplares, mi experiencia nada tiene de extraordinario. Pero es tiempo de verano y los recuerdos del pegajoso calor aguileño, momento de mi descubrimiento de la lectura, me llegan teñidos con el sopor de la siesta obligada.

Al principio fueron los tebeos, que en mi pueblo llamábamos 'pulgarcitos'. Los primeros que yo leí eran los de Suchay, un jovencito que, con sus intrépidos amigos, vencía a los malhechores siempre con grave riesgo de su vida. Eran estrechos y alargados, me costaban dos reales y los compraba al salir de misa (y con los otros dos reales que me quedaban de la peseta dominical compraba un martillo de caramelo, y a correr). Era un devorador de tebeos, y me recuerdo regalándome el día de mi santo con un buen puñado de ellos, que me prestaban los amigos y que leía frente a mi puerta, amparado en el muro que llamábamos 'pareta' y que nos separaba de Renfe (ese día mi madre me dejaba ir al cine y recuerdo dos de aquellas películas anuales: Rose Marie y La carga de los jinetes indios).

En mi casa había algunos libros, la mayoría de tipo técnico-artesanal, más o menos relacionados con la carpintería, que había sido la actividad de mi padre. Pero había algunas otras cosas (como un sorprendente método de Esperanto) de origen desconocido, con las que me inicié en la lectura. Mis recuerdos son nítidos acerca de las dos primeras: un Robinson Crusoe para niños, con algunas láminas y (a juzgar por el texto completo que más tarde leería) en versión muy simplificada pero que me transportaba lejos y soñadoramente, y un puñado de fascículos de la novela Genoveva de Brabante, que mi madre decía haber leído de joven y que me emocionaba hasta el lacrimeo. Junto a esas sensaciones, tengo muy presente que eran lecturas ligadas a la canícula, que mi madre me obligaba a la siesta y que, en todo caso, no me dejaba salir a jugar a la calle hasta que la sombra alcanzaba el filo de la acera; y para que yo aguantara, aun sin sueño, me sugería que leyera, y yo leía. Son dos discretas pero entrañables joyas de mi biblioteca aguileña, que conservo con devoción

No puedo dejar de lado un misterioso libro, especie de geografía histórica, que todavía no he identificado ni en su fecha ni en su editor, que empieza en la página 127 y acaba antes del índice; ahí aprendí la lista de los estados componentes de los Estados Unidos cuando éstos eran 35 y los demás se llamaban territorios: Maine, Nueva Hampshire, Vermont? que pronunciaba, claro, según los leía. Aprenderme de memoria cosas así es costumbre que mantengo: cuando el sueño me rehúye todavía hoy me repaso los 53 Estados africanos y, si la vela me amenaza, añado sus respectivas capitales, algo que aprendí cuando las independencias y que he ido actualizando?

Como mi interés por la geografía, el mundo y sus visiones aumentaban, los Reyes, invariablemente modestos (modestísimos, en realidad) me trajeron algunos libros que no siempre había señalado yo previamente: como un Davy Crokett, héroe de frontera, y mi primer Verne, Frente a la bandera ( Face au drapeau, leía yo en los créditos, cuando ya empezaba con el francés), que no sé cómo encontró mi madre y que sigue figurando entre los menos conocidos, pero que para mí supuso el descubrimiento del imaginativo autor. Ambos siguen conmigo, y los tengo a mano.

De mis estancias en El Escorial con mis tíos, previas a la llegada al internado en Ávila, conservo el álbum de cromos de Diego Valor, que salían en el chocolate Matías López y que se fabricaba en esa villa; veo la fecha, 1956, y me maravillo del contenido galáctico que encierran, incluso antes de haberse iniciado la carrera espacial con el Sputnik. En esos años hubo dos caprichos de lectura y ensoñación que, al vivir ya mi internado, mi hermana se encargó de que su colecta no quedara interrumpida: los tebeos del Capitán Trueno y los cromos de Maravillas del Mundo, organizados en dos álbumes, de la Naturaleza y Creadas por el Hombre, que logré completar y que disfruté sobremanera. La colección del Capitán Trueno la enajené un día por motivos que me parecieron elevados, pero después la rehíce y aquí la tengo, enfrente. Los dos álbumes de Maravillas también han sobrevivido y ni siquiera les he quitado el forro de papel que los protege: unas páginas del diario La Nación, de Buenos Aires, del 9 de abril de 1962, que no recuerdo cómo pudo caer en mis manos; cuando, andando el tiempo, me he encontrado por el mundo con paisajes o monumentos en los que soñaba devorando aquellos cromos, me he sentido feliz, muy feliz.

Por supuesto que, esparcidos en la estantería hay montones de ejemplares del Cachorro, el Jabato y el Guerrero del Antifaz, así como de los muy longevos Roberto Alcázar y Pedrín; pero mis héroes inigualables, ya digo, eran el Capitán Trueno y sus compañeros Crispín y Goliat, y mi primer canon de belleza, la princesa vikinga Sigrid. Claro.

Bueno, el caso es que tanto los tebeos como los álbumes a los que aludo los tengo ahí mismo, y puedo acariciar sus páginas; y si me fijo en sus contenidos (sean aventuras, sean imágenes) mantienen su poder de evocación, y hasta llego a creerme y reencontrarme en aquellos años y con aquellas ilusiones.

Durante dos o tres años mi pasión geográfica alimentó mis deseos de poseer un buen Atlas, máxime teniendo en cuenta que los libros pasaban de un curso al siguiente y de unos a otros, y nada nos quedaba. Recuerdo mi tristeza cuando tuve que desprenderme del magnífico Atlas de Aguilar, sobre el que tantas horas pasaba localizando espacios e imaginando viajes, porque su precio era prohibitivo para la economía familiar; y tuve que penar meses y efemérides para conseguir, finalmente, una pequeña Geografía, de la editorial Luis Vives e imprimatur de 1954, que lleva mi anotación 'León, 1958', con la que también disfruté y que, por supuesto, ahí está, asomando la telilla granate de su leve lomo apaisado: toda una reina, imperecedera, en mis posesiones más valiosas.