No termino de entender cómo Mariano Rajoy (y toda la bancada de su partido) se sentía satisfecho tras el debate de la moción de censura de esta semana. No puedo comprender que cualquier persona de bien no se sonroje al escuchar una a una las decenas de casos de corrupción política y económica en la que se encuentran implicados miembros de tu grupo político. O el estómago está preparado a fuerza de golpes de Almax o el cinismo ha calado tan profundamente en el interior que se ha diluido en las entrañas. Como tampoco la reacción de gran parte de la ciudadanía, que se mueve entre la tibieza, el restarle importancia o la complacencia. Desgraciadamente, muchas veces escudándose en el discurso del 'todos son iguales'.

La corrupción traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social. Compromete el correcto funcionamiento del Estado, introduce una creciente desconfianza respecto de las instituciones públicas y distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas. Esto, querido Mariano y compañía, no lo afirman destacados populistas o socialdemócratas del tres al cuarto, sino la Doctrina Social de la Iglesia.

Victoria Camps publicó hace casi tres décadas Virtudes públicas, una reflexión acerca de los valores sobre los que ha de asentarse nuestra vida en común frente al desinterés y autocomplacencia que tienden a generar tanto las libertades como el bienestar creciente. Camps apostaba en ese libro (que conviene releer) por una ética pública, etnocéntrica, optimista y feminista que ayude a recomponer nuestras maltrechas identidades a todos los niveles: personal, social, nacional, político. Valores como la solidaridad, la tolerancia, la responsabilidad colectiva y el respeto a las formas por respeto a los otros, se sitúan como cualidades contrapuestas a la indiferencia y la apatía. Virtudes, en definitiva, que habría que mantener en el altar (o en el estrado) de nuestras instituciones.

Qué decir de la actitud del político que se defiende al descalificar a otros, cuando no debería tener miedo a pedir excusas cuando se ha equivocado. La actitud correcta es la de arriesgarse a dejar la política cuando ve que lo que hace no es coherente. La tendencia a no rectificar revela una actitud agresiva, la agresividad se confunde con la coherencia y se prima el modelo de la persona que se dedica a la política que no manifiesta su humanidad. Por eso hay que mezclar la política con la ética en un cóctel imprescindible, pese a que en política la integridad ética parezca virtualmente imposible.

En el cultivo y la práctica de las virtudes públicas es fundamental el protagonismo de la sociedad, de nosotros y nosotras mismas. Por eso, extender iniciativas sociales y prácticas personales y de grupos que se rijan por el bien común y por poner en primer lugar las necesidades de más pobres, conducirá a una regeneración moral a nivel personal y social. Con ello estaremos más cerca de que cambien las instituciones políticas y los comportamientos de nuestros representantes políticos en ellas. No esperemos que los otros varíen a fuerza de virtudes si dejamos escapar lo que está en nuestras manos.