La decadencia de la Justicia es manifiesta y la indolencia del pueblo español comienza a inquietarme. Desde El Espíritu de las Leyes de Montesquieu (en cuya obra influyeron Platón, Aristóteles y otros pensadores más tardíos), nos hemos familiarizado con ese concepto tan manido y ultrajado como el de 'la separación de poderes'.

La realidad es tozuda y por más que el Gobierno, con un cinismo sonrojante, proclame una y otra vez la independencia de la Justicia, ésta se encuentra gravemente comprometida. La corrupción política es generalizada; las penas para estos malhechores de cuello blanco son hilarantes y el dinero rara vez aparece. Un ex honorable (que, por lo que ya sabemos, nunca mereció tal dignidad) campa a sus anchas. Nadie conoce, con exactitud, su fortuna. Hablan algunos de 3.000 millones de euros. Este señor parece manejar información comprometedora y su silencio bien merece la impunidad. Sorprende que el pueblo catalán, secularmente culto y avanzado, se deje embaucar por quienes, envueltos en la señera, tienen por principal credo el tres per cent. En este triste corolario, no falta una princesa que, por su linaje cierto e ignorancia presunta, se ha ido de rositas. Y ya veremos todos cómo el exduque, al que han dejado partir a Ginebra para seguir viviendo del cuento, no entra finalmente en prisión. Se comprende, pues ha acreditado mayor arraigo en tierras suizas que en la trena. Que me perdonen los no nombrados; son muchos y sobradamente conocidos. Un auténtico lodazal que haría saltar por los aires cualquier democracia avanzada.

El poder legislativo debe legislar y el ejecutivo gobernar. Evidente. Mas los primeros pueden promulgar leyes injustas (o contrarias a normas de rango superior) y los segundos sucumbir a las tentaciones que todo poder lleva consigo. No es de extrañar que el Estado de Derecho se haya dotado de un tercer y principalísimo poder; el Judicial, cuyo primordial cometido es tutelar los derechos y obligaciones de todos, así como fiscalizar a los otros dos poderes.

Compete al Consejo General del Poder Judicial administrar el gobierno de los jueces y adoptar cuentas medidas sean necesarias para garantizar la independencia de la Justicia. Aprobada nuestra Constitución, de los veinte vocales que conforman el citado consejo, doce eran elegidos por la judicatura y ocho por las Cortes Generales (cuatro por el Senado y cuatro por el Gobierno) El pleno del consejo, en la sesión constitutiva, nombraría a un presidente que lo sería también del Tribunal Supremo. La conclusión es evidente: el control estaba en manos de los jueces.

Año 1985. Presidía el Gobierno Felipe González y Ledesma era el ministro de Justicia. Se consumó una de las mayores felonías que la independencia de la Justicia ha sufrido jamás. En virtud de una ley orgánica aprobada al efecto, diez vocales serían elegidos por el Senado y los otros diez por el Congreso. En cada terna, seis tendrían que pertenecer a la carrera judicial y cuatro podrían ser juristas de reconocido prestigio. Es verdad que, de los veinte integrantes del consejo, doce seguirían siendo jueces o magistrados pero ahora serían elegidos por los partidos políticos y no por sus compañeros. El prestigio ganado a lo largo de una trayectoria profesional dejaba paso a otros méritos no tan pacíficos.

Aquí no acaba la cosa. El Tribunal Constitucional, garante de la observancia de nuestra Ley de Leyes, está compuesto por doce miembros: cuatro designados por el Senado, cuatro por el Congreso, dos por el Gobierno y dos por el CGPJ (del que el Gobierno tiene el control). Y todos sabemos que el TC no solo tiene atribuida una función de primer orden sino que, además y en algún caso, ha ejercido como un tribunal de última instancia, enmendando la plana indebidamente al Supremo. Sólo quedaba un cabo suelto: el ministerio público. El Ministerio Fiscal tiene encomendada la promoción de la acción de la justicia, «en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social»

Todos sabemos que el fiscal general del Estado, oído el CGPJ, es propuesto por el Gobierno. Y, en virtud de los férreos principios de jerarquía y unidad de actuación que presiden esta institución, los fiscales han de atenerse a las directrices e instrucciones dadas por la superioridad.

A lo largo de estos años, el PP ha mantenido al respecto un lenguaje farisaico. En la oposición, sus 'espadas' más destacadas juraban y perjuraban remediar la fechoría cometida en 1985. Llegados al poder, la amnesia se ocuparía de todo. Habrá quien, legítimamente, piense que un juez puede ser nombrado por un partido político y preservar su independencia. Es posible. Pero en democracia, las formas y la estética importan, y mucho.

Decía Platón que «la justicia no es otra que la conveniencia del más fuerte». Hoy, como en tiempos pretéritos.

El pueblo, en quien reside la soberanía nacional y del que emanan todos los poderes del Estado, no debe caer en la resignación. Antes o después, recobrará la consciencia y la tierra temblará bajo nuestros pies. La historia nos lo ha advertido en no pocas ocasiones pero muchos se empecinan en desdeñarla. Más allá del imperio de la Ley sólo hay caos. La civilización es digna de ese nombre desde que la Ley nos hizo o pretendió hacernos iguales. El Derecho, en su acepción más hermosa y pura, supuso la mejor y, quizá, única forma civilizada de resolver nuestros conflictos. Ante la diosa de la Justicia, el hombre ha de comparecer 'desnudo', desprovisto de todo honor o sencillez, ligero de riquezas o precariedad. Del legislador depende que las leyes materiales y procesales sean justas. Y del juez que sea justicia, y no iniquidad, lo que se administre en nombre del pueblo. Dijo Cicerón que «somos esclavos de las leyes para poder ser realmente libres». Habrá quienes se conformen con un Estado con Derecho. No es mi caso. Aspiro a un Estado de Derecho.