Sin embargo, a su madre de noventa y tantos, fue él quien la llamó sabedor de lo que le cuesta marcar y se encontró con un cambio en la fórmula habitual y que, en lugar de escuchar el típico «...y que yo los vea», lo que le resonó al oído fue «que cumplas muchos más, pero no tantos como yo». Por muy razonablemente bien que se esté no parece descabellado que, a esas alturas, el cansancio perpetre una de las suyas y haga mella. Él, por su parte, estaba encarando el tramo inicial de un cambio radical en su vida, y no como veinteañero precisamente, por lo que se encontraba pelín vulnerable. Entonces empezaron a hacer su aparición aquellos con los que ha compartido diferentes épocas: las hermanas, el único tío que le queda en pie, los hijos, el resto de la familia, los amigos, algún que otro compañero de fatigas... Y lo cierto es que, poco a poco, el sinsabor de fondo del delicado momento dentro de la inevitable tarea de recomponerse que en más de una ocasión y de dos toca, fue cambiando de aspecto, respirando aliviado y sintiéndose mejor, pero mucho mejor sin esperarlo siquiera, al advertir que esas felicitaciones que habían podido percibirse como rutinarias en pleno fragor de la batalla, hoy, a otro ritmo, con la pausa necesaria para dedicarles su tiempo y percibir el calado iban convirtiéndose en energía transformadora del estado de ánimo que tan difícil es de domesticar a veces. Con qué poco, que no lo es ni de lejos, estaba siendo capaz de ahuyentar los peores fantasmas. Ahí fue quizá cuando se percató del verdadero valor de lo que se ha ido sumando a pesar de los pesares y que, dada la enorme comprensión de quienes te rodean, adquiere una dimensión descomunal cuando de apoyarse en lo que verdaderamente importa y contar con su apoyo se trata. Se levantó apesadumbrado, con la mosca tras la oreja, con pocas ganas de fiesta como les digo y acabó deseando no hacerle caso esta vez a la madre y batir su récord. Pero, por suerte, ya se sabe que esto no para. Y lo más chocante: que mañana será otro día.