Tan americana como el pastel de manzana es la costumbre por la que un estudiante enloquecido agarra un arma de fuego y se lía a tiros con profesores y alumnos de su escuela o universidad. No ha sucedido una ni dos veces, sino decenas en la corta existencia de Estados Unidos, y lo preocupante es que va a más.

Aunque lejana en la memoria, la primera gran masacre tuvo lugar en Austin, la capital del Estado de Texas, cuando un estudiante de ingeniería llamado Charles Whitman se subió al punto de observación del campus de la Universidad y desde allí comenzó a disparar. Después de hora y media de tiroteo sin descanso, había asesinado a diecisiete personas y herido a otras veintrés, tras haber dejado previamente en casa los cadáveres de su mujer y su madre.

Casi al final del siglo XX, en el año 1999 concretamente, comenzó una serie de episodios de asesinatos masivos en emplazamientos docentes que parecen no tener fin. Este primero tuvo lugar en el instituto de enseñanza media de Columbine, una ciudad del Estado de Colorado, en el medio oeste americano. Allí, dos estudiantes de 17 y 18 años respectivamente, asesinaron a doce estudiantes y a un profesor, hirieron a otras veintiuna personas y acabaron suicidándose ellos mismos. El relato de la cuidada preparación previa y la sangre fría con la que llevaron a cabo la ejecución de sus compañeros y, finalmente, la tranquilidad con la que acabaron con su propia vida, quita el aliento al más templado.

A Columbine siguieron las masacres de Red Lake, con diez muertos, la de Virginia Tech University, con 33, incluido el asesino Seung-Hui Cho y, finalmente la de Sandy Hook, la peor de todas, no por el número de muertos, ´sólo´ veintiocho, sino porque gran parte de ellos, veintiuno en concreto, eran niños de entre seis y siete años. El asesino mató primero a su madre, y para ejecutar su tarea con macabra eficiencia se ayudó de cuatro armas de fuego automáticas. El angelito se llamaba Adam Lanza y, cómo no, se suicidó cuando vio que la policía llegaba al lugar para impedirle continuar con la masacre.

Entre cada uno de estos eventos se entremezclan decenas de otros menos sangrientos, con uno, dos, tres o hasta cinco muertos, que no consiguieron más notoriedad que su presencia en las noticias del mismo día, o del día siguiente como mucho. Pecata minuta al fin y al cabo.

La tragedia de Columbine dio pie a dos obras maestras cinematográficas, una documental y otra de ficción inspirada en los acontecimientos: Bowling for Columbine, de Michael Moore, y Elephant, del director y guionista americano Gus Van Sant.

Este tipo de tragedia también ha inspirado recientemente una serie de Netflix, que me niego a nombrar para no estropear su fantástico final. En cualquier caso, al igual que las guerras clásicas dieron fuerza literaria a los autores de las tragedias griegas, estas tragedias contemporáneas inspiran la imaginación de artistas y creadores. Lo que parece imposible es que nadie las detenga. ¿Por qué?

Porque se encuentran soportadas en características esenciales de la cultura y el ecosistema político actual de Estados Unidos, que la reciente victoria de Donald Trump no hará sino resaltar y profundizar. En primer lugar, está el poder del lobby armamentístico, que ha conseguido, basándose en su poder de influencia sobre los electos del Congreso y Senado norteamericano y en su capacidad de persuasión publicitaria, convencer a una amplia mayoría de que la posesión de armas, cada vez más abundantes y mortíferas, forma parte esencial de las libertades individuales de los ciudadanos de ese país. Por otra parte, la obsesión por la celebridad, que tantos magnicidios ha provocado en Estados Unidos, hace que los asesinos fantaseen con ella, incluso cuando, según sus propios planes, nunca llegarán a disfrutarla. ¿Se puede estar más loco?