De pequeño me fascinaba la saga Regreso al futuro, porque me obsesionaba la idea de poder realizar viajes en el tiempo y, por ejemplo, llegar un día a conversar con mi tatarabuelo, un médico que sabía hablar cinco idiomas en el siglo XIX, o comprobar cómo era el paisaje de mi tierra en la época de los romanos o los árabes. En casa llegaban a esconderme el mando para que no viera tantas veces lo mismo, pero ya se sabe que un niño siempre tiene sus trucos para saltarse las prohibiciones. Me hacía gracia el malo de la trilogía, Biff Tannen, que en una de las películas roba la máquina del tiempo para visitarse a sí mismo de joven y entregarse un almanaque con todos los resultados deportivos de 50 años (¿quién no ha soñado con recibir un regalo así?), de forma que cambia la línea temporal y construye una realidad alternativa en la que es un déspota y malvado ricachón, el jefazo de la ciudad. Lo que no me podía imaginar durante mis repetidas visualizaciones de los filmes de Zemeckis es que, muchos años después, y superada ya mi paranoia con los viajes en el tiempo, me iba a encontrar a ese millonario Biff en la presidencia de los Estados Unidos. Porque no me negará quien haya visto la peli que Donald Trump no da el pego como el tal Tanner. El problema es que lo de Trump no es ciencia ficción, sino que es la cruda realidad, lo que no deja de evidenciar la decadencia de una potencia, la norteamericana, que nos flipaba a los críos de los 80. Ojalá alguien invente un DeLorean para ir al pasado y advertir de lo que iba a pasar el 8 de noviembre de 2016. Aunque lo más seguro es que el resultado no hubiera cambiado.