Aquí dónde ustedes me ven, yo, como personaje de conjunto, o de atrezzo, he dado mucho el pego. Desarrollar varias actividades: pintar, escribir, enseñar, y estar metido desde que era muy joven en las mariconadas de la Cultura (esta expresión la utilizó una vez un consejero del gobierno regional al decirme: «Enrique, tú es que te dedicas a las mariconadas de la Cultura») ha hecho que a menudo, a la hora de necesitar a alguien que complete un conjunto de algo, hayan pensado en mí. Todo el mundo sabe que, si voy a un sitio, voy a ir limpio; si hay que comer, sé usar los cubiertos y no hago ruido al tomar la sopa; puedo dar conversación sobre varios temas y escucho al personal con atención aparente aunque lo que me estén diciendo me importe un pijo.

En una ocasión, siendo presidente del Gobierno, José María Aznar vino a Murcia a varios actos institucionales, se quedó dos días y dijo que quería tener un desayuno con un pequeño grupo de gente de aquí, y que no hubiera políticos, así que nos llamaron a doce personas (había empresarios, gente de la banca, economistas, etc.). Nos dijeron que debíamos estar en La Manga Club a las nueve de la mañana, y, cuando llegamos, nos sentaron en una mesa redonda en la que había todo lo imaginable para un desayuno: café, leche, té, pastas, dulces, tostadas, churros, fiambres, huevos revueltos, quesos, frutas, zumos, etc. El presidente Aznar llegó enseguida, nos saludó, se sentó y dijo: «Yo ya he desayunado, pero vosotros tomad lo que queráis mientras hablamos». Como es natural, nadie comió nada. Nos pusieron un café, pero quién se atrevía a mojar una galleta mientras el presidente del Gobierno te decía: «Oye, tú, artista, ¿cómo va la Cultura en Murcia?». Recuerdo que, cuando volvíamos a nuestras casas un par de horas después, paramos en una venta a comernos unas morcillas porque teníamos más hambre que el perro de un ciego. Por cierto, en las distancias cortas, Aznar no tenía en absoluto esa mala sombra que parecía tener siempre.

En otra ocasión, venía a Cartagena el rey Felipe VI, por aquellos tiempos, Príncipe de España. Me llamaron y me dijeron que S.A. (entonces era Su Alteza, ahora es Su Majestad) tenía un programa de actividades a lo largo del día, pero que había una hora muerta en la mañana y habían pensado en llevarlo al Palacio de Aguirre, que allí se reuniera con un grupo pequeño de personas para charlar un rato y tomar algo, y que habían pensado que yo fuera una de esas personas. Efectivamente, el Príncipe vino, y habló con todos nosotros. Es una persona muy agradable y sabía un montón de cosas de Cartagena y de Murcia, conocía bares y restaurantes de cuando hizo la mili en San Javier y pasamos un buen rato. Por cierto, ocurrió algo especial: la gente del entorno se enteró de que él estaba allí y comenzó a concentrarse en la calle, frente al edificio, así que el Príncipe nos dijo: «Voy a salir un momento a saludar», y así lo hizo. Por entonces, las casas de la plaza de El Lago estaban ocupadas en su mayor parte por inmigrantes africanos y muchas estaban medio en ruinas, así que cuando salió S. A. aquello parecía Marrakech. La vista que tenía delante era la de un montón de gente de todas las razas y colores asomados a los balcones y miradores: mujeres cubiertas con pañuelos en la cabeza o vestidas con alegres estampados y turbantes, hombres con gorros árabes, etc., en fachadas de edificios cayéndose a pedazos. La verdad es que, en aquel despacho, estábamos nosotros que se suponía que éramos una representación de la vida cartagenera, pero en el exterior había otra bien distinta.

También me han llamado para ir a mesas redondas en la universidad porque faltaba uno a última hora, para enseñarle Murcia o Cartagena a un conferenciante que había aterrizado por aquí, para representar a un director de un medio de comunicación en cenas y actos variados, para hacer pregones de fiestas -supongo después de llamar a otros que renunciaron-, para presentar a uno que iba a hablar en público (eso lo he hecho decenas de veces), para hablar de Educación con jerifaltes de Madrid, etc. etc. Y es que hay una frase inglesa que creo que a mí me cuadra completamente: 'Good for everythig, the best for nothing' ('Bueno para todo, el mejor para nada'). Pero lo que parece cierto es que, para cubrir un hueco, sirvo.