Valero fue durante décadas el cartero de mi barrio. Era raro el día que no entraba en nuestra mercería con su enorme estatura, su eterna sonrisa y un puñado de sobres en la mano. Ahora jubilado, se dedica a pasear y a hacer mandados. Ayer, mientras le despachaba una bobina de hilo blanco, me contaba que en sus primeros años como cartero había mucha gente mayor que no sabía escribir y firmaba el correo certificado con la huella de su dedo. Fue entonces cuando se le ocurrió un plan para enseñar a firmar con un bolígrafo a todos aquellos abuelos. Con suma paciencia, Valero escribía el nombre y apellidos de sus ´alumnos´ en la parte superior de una cuartilla en blanco y les pedía que, fijándose en la grafía de la muestra, lo repitieran decenas de veces hasta que quedara memorizado y lo pudieran reproducir sin tener delante el modelo. Luego, una vez que sabían escribir su nombre, sólo debían de echar un rayajo debajo y listo. La propuesta fue acogida con entusiasmo y mucha dedicación. Y fue así como el cartero enseñó a firmar a más de cien vecinos del barrio de San Roque, que después mostraban orgullosos su destreza y su rúbrica en bancos y documentos oficiales.