Siempre me pasa lo mismo. A lo largo de la semana pienso un montón de temas sobre los que hacer girar esta humilde columna que ustedes en su generosidad me hacen el honor de leer y después, cuando llega la hora de escribirla, no recuerdo ninguno y me toca improvisar sobre lo primero que se me ocurre. El problema es que en esta ocasión no se me ocurre nada y no sé de qué escribir.

Pero no, esperen, no se vayan, no saber de qué escribir no es algo malo. Muy al contrario. Es una situación que te permite escribir de lo que quieras y como quieras. Hay muchas cuestiones que pueden desarrollarse en una columna de opinión. Por ejemplo, puedo empezar despotricando contra los que no piensan como yo. Eso está muy de moda en España. Lees un periódico. Escuchas una radio. Ves una televisión. Y acto seguido escribes en tu blog o en tu twitter o en tu muro de Facebook cuánto odias a tal tipo y desprecias todo lo que dice. Si alguien te responde que menuda salvajada, que por lo menos deberías dar argumentos, que cómo cometes semejante desatino, tú respondes ufano que es tu opinión y que todos tienen derecho a dar sus opiniones pues, de hecho, todas las opiniones son igual de dignas. Aunque como diría Sartori: también mi gato quiere y prefiere.

Pero, como soy educado, no me parece correcto despotricar contra nadie, así que mejor opto por analizar un asunto de actualidad. Por ejemplo lo de los papeles de Panamá. ¿Qué cosas, eh? Donde ayer había un montón de gente de bien, ahora lo que hay es un montón de evasores fiscales. Todo legal, todo legal. Que nadie se lleve las manos a la cabeza. Trabajar aquí pero pagar tus impuestos fuera es totalmente legal. Si es moral o no, se lo dejamos a los exégetas de la actualidad y a Kant y su Crítica de la razón práctica, o, como dirían Rivera e Iglesias, el tipo ese del que recomiendo libros sin leérmelos o sin citarlos bien.

Corrupción. Unos dirán que el caso de este es una vergüenza y el de aquel una terrible falsedad. Mañana nos olvidamos de todo y seguimos viendo la tele. Qué falta de decoro perturbar nuestra cena con tanto escándalo.

Podría hablar de política. Pero eso siempre acaba en lo mismo. Insultar a uno y justificar al otro. O insultarlos a todos, un género en sí del columnismo de opinión. Y muy entretenido, por cierto. Funciona como una abertura operística: empiezas insultando a unos, continúas insultando a otros, te marcas un aria insultándolos a todos y terminas recogiéndote en ti mismo con un compungido lamento por tener que soportar tanta estulticia, como si entre el columnista y Demóstenes, tanta es la superioridad de ambos sobre los políticos analfabetos, no hubiera diferencia alguna. Aunque la verdad es que siempre se insulta más a unos que a otros. La equidistancia, como la vergüenza torera, es complicada en todas las artes de la vida y la opinión escrita no iba a ser menos.

Hablar de futbol es una buena opción. Al lector medio le gusta el deporte rey. Si su equipo gana, a quién no le alegra leer comentarios optimistas, positivos, hasta triunfalistas como si los once gañanes en pantaloncito hubieran salido victoriosos de Gaugamela y no de Las Gaunas. Si su equipo pierde, no hay quien no espere artículos de corte elegiaco, tremendista, carpetovetónico (no estoy muy seguro de que esta palabra pinte mucho aquí, pero estamos en el centenario de Cela, así que de alguna manera hay que citar al maestro y demostrar que se está en la cresta de la ola culturetil), que más parecen escritos por Jorge Manrique que por un alegre plumilla que encadena palabras entre café y café.

Los desastres venden mucho. Un buen terremoto, maremoto, incendio, lluvias torrenciales, volcán que dice bum y sequía catastrófica siempre dan juego. Uno puede lucirse escribiendo una columna lacrimógena en la que se apele a la bondad y solidaridad (hoy en día lo de caridad ya no es políticamente correcto) de los lectores. A más muertos haya y, especialmente, si los muertos son niños, más efectivo es el chantaje emocional al que se puede someter al desprotegido lector.

El costumbrismo también es muy recurrente. Una buena columna sobre el potaje de mi madre, las fiestas de mi pueblo o el folclore de mis vecinos no molesta a nadie y permite empatizar a todos, pues todos tenemos una madre, un pueblo o unos vecinos. La columna costumbrista es ideal para después de comer. Te quedas dormidito que da gusto leyendo como las alubias hacen chop, chop, en mi pueblo hacen pum, pum (les va lo de los moros y cristianos) y mis vecinos se emborrachan una semana al año con la excusa de una secular tradición a la que es un escándalo que la Unesco no reconozca ya como patrimonio de la humanidad.

Queda, por supuesto, el valor seguro. El sexo. Si no sabes de qué escribir, escribe de sexo. Algo. Cualquier cosa. Lo que sea. El sexo vende. Gracias a las versiones digitales de los diarios, podemos saltarnos en un segundo toda la actualidad e ir directamente a las informaciones destacadas en los laterales o en la parte baja de la página virtual donde abundan como setas en oscura cueva (alegre metáfora muy a cuento) las pseudo-informaciones sobre el camastro y las artes que en él se desarrollan. Uno puede coincidir ese día con una columna de Vargas-Llosa o con unas elecciones generales, da igual, que si su columna habla de señores y, especialmente, señoras en porretas tiene el éxito asegurado.

Así que ya ven, no es necesario saber de qué escribir para escribir algo. Basta con hacer memoria de algunas de las cuestiones de las que puede escribir un columnista necesitado de historias. Imaginen cuando sí sepa de qué escribir.

Ese día hasta puede que me lean.