Cuando el espectador acaba de contemplar la segunda temporada de American Crime le cuesta trabajo superar la desolación. El antepenúltimo episodio había presentado testimonios reales de los afectados en la masacre del colegio Colombine High School, que tuvo lugar en abril de 1999 y que significó la muerte de quince muchachos a manos de dos compañeros afectados por psicopatías y depresión. La historia que muestra American Crime podía ser la vida que se esconde tras una descarnada noticia, el laberinto de confusión, culpa y destino que se teje y enreda lentamente y que no puede sino concluir en la tragedia. Los elementos de ese laberinto son pura vida cotidiana. No hablamos de problemas insuperables tomados de uno en uno, ni de hechos que por sí mismos lleven por un atajo deslumbrante y acelerado a la tragedia. No. Hablamos de errores cotidianos antiguos, acumulados, a veces banales, a veces reversibles, pero que de repente cristalizan en una escena luctuosa.

La teoría de la serie no anda muy lejos de esto: nadie está limpio. Pero es todavía más grave. No solo nadie está limpio, sino que además nadie puede dejar de seguir ensuciándose. La realidad de la sociedad americana es de tal complejidad, queda atravesada de tales tensiones y dificultades, que es imposible manejarla sin mancharse. Esto hace de todo ciudadano alguien cercano a un reo culpable. Quizá sea su mensaje final, pero esta serie solo cree en la justicia penal. Todo el mundo paga según su error, ciertamente. Asumir el castigo es el único consuelo que les queda a jóvenes que de un modo u otro ya se saben víctimas. Último gesto de dignidad, el desdichado protagonista sólo puede aceptar la pena derivada de confesar el crimen. Apretar el gatillo fue su único orgullo, el único momento en que dejó de ser víctima. No puede prescindir de él. Los largos años de cárcel, ese dolor, se los debe a sí mismo, no a otros. Ya no es una víctima, sino un actor. Esa es la extraña fuente de su fuerza.

Lo que hace insospechadamente fría esta historia en diez capítulos es que nadie sabe de dónde procede la confusión y la desdicha, pero todos la llevan en el rostro desde el primer fotograma. Unos se encaminan a reencontrarse con ella, mientras otros parecen huir despavoridos de ella, pero todos la llevan en la retina, clavada, como una Gorgona. Estamos, sin embargo, en un mundo sin consuelo. Y ahí reside su implacable realismo sociológico. Nadie puede encontrar consuelo en ese terapeuta distante y objetivo que de vez en cuando acompaña los pasos del joven Taylor hacia la tragedia, como un testigo paralizado. Ni siquiera la última escena, en la que el destino se juega en la cara o cruz de un wasap, nos ofrece esperanza. El magnífico actor, impenetrable en su dura frialdad, expresa una duda, sí, pero cuando encaja la mandíbula con rigor mortis, le da una señal al espectador. Este desea gritarle que se aleje de esa infernal puerta anónima que se abre y lo llama. No estamos seguros de que al apretar los dientes no se haya dado valor y no sabemos en qué consiste ese valor, si en regresar o en tragarse hasta las heces el cáliz de la miseria, la violencia y la humillación a la que se sabe condenado.

La equivocación, la soledad y la venganza no conocen reposo en este mundo. A través de la sociedad americana que nos muestra esta serie, ya en la primera temporada, vemos el último acto de una cultura que partió de la idea de los predestinados a la salvación y que ahora experimenta el resultado de este mito elitista: ya no hay elegidos. Todos y cada uno de los personajes que vemos caminar ante nosotros llevan en la frente la sentencia general de condena. Ese destino común no distingue el colegio de élite Leyland Knigths del centro público de distrito, dominado por los hispanos. En cierto punto, el destino es intercambiable. Todos los ambientes sociales se unen aquí por tramas ocultas, pero eficaces. Se ve en el odio que se profesan, o incluso algo más inhumano que el odio, el desprecio. La guerra de razas ese tema que tanto fascinó a Foucault se abre siempre en el horizonte, y lo más terrible no es que los jóvenes sólo aprendan con dureza la hipocresía de los mayores para ocultarla, sino que los mayores no hablen de ella, aunque la den por supuesta. ¡Qué extraña dureza, la de estos políticos que saben que caminan sobre un volcán, sin nada común sino el dolor que se causan!

¿Es realista esta serie? Para responder a esta pregunta debemos situarnos en la tarde anterior a los hechos. Una fiesta del equipo de baloncesto, alcohol, drogas, madres agitadas por la culpa, hijos que no saben explicar su desatada pulsión de muerte. La escena de sadismo que está al inicio de la tragedia no la desencadena. Lo hace su circulación en las redes. Si la sordidez hubiera quedado en la intimidad de una habitación, la víctima sería el débil y el victimario el fuerte. Ninguno vería al otro. Las redes sociales hacen que todo se vea. Por eso juegan como un ojo divino que torna transparente y merecedor de culpa y castigo el todo social. Esa angustia de vivir en un mundo donde ya no hay opacidad es mítica, y recuerda la del Caín recién huido todavía con las manos manchadas de sangre, incapaz de ocultarse. ¿Cómo vivir en esta especie de juicio final sin escatología ni redención?

Sí, esta serie es una más que contribuye a la creación de esa atmósfera apocalíptica que nos presiona por doquier. ¿Dónde encontrar un poco de consuelo en ese mundo? Esto quizá sea lo más terrible. Nunca se nos presentó una sociedad tan necesitada de aquello que no puede dar. Lo que se nos dice es que el único consuelo brota de pagar la pena por la montaña de errores cometidos, pero ésta crece y crece sin parar. ¿Dónde encontraremos una pena que nos purifique lo suficiente como para librarnos de ulteriores culpas? Acerca de esta pregunta, la serie guarda silencio. Las últimas escenas, como las de las películas de Polansky, nos hablan de un mal que se expande a la espera de que crezca esa semilla del diablo que lo dirija. En todo caso, no parece que la sociedad policial y judicializada sea un camino de aprendizaje o de consuelo moral. Como el joven Hegel que exclamó horrorizado «¡No puede ser!» cuando vio una de las obras de Schiller, el Wallenstein, así nosotros estamos a punto de exclamar que ese espectáculo no es soportable, que estamos ante un final espantoso, horrible, donde el dolor del crimen solo es la antesala de otro dolor todavía más intenso de la pena, sin que pueda jamás transfigurarse en bien.

Quizá podamos pensar que esa condensación inhumana de desgracia y desaliento sea sólo fruto de una construcción estética. No es del todo así. Es la consecuencia inevitable de un mundo en el que nadie incorpora el horizonte expreso de «no dañar» ni, desde luego, asume la divisa compensatoria de dar consuelo. Ese mundo está creciendo en silencio a nuestro alrededor por doquier y es la consecuencia de la ideología contemporánea dominante. Si alguien lo duda, que se asome a nuestros Centros de Acción Educativa Singular, esa consecuencia inevitable de la política escolar del PP. Si alguien quiere decidir con seriedad si nos encaminamos o no al mundo desolado de American Crime, que se acerque a uno de esos centros.

El arte verdadero es profético. Sólo nos presenta con la guardia baja del entretenimiento la realidad que no queremos ver. Pero la realidad ya está ahí. Una mirada responsable es lo que falta.