El otro día volví a saludar a Luis, un señor ecuatoriano al que conozco desde hace bastantes años, cuando trabajó de albañil en mi casa. Recuerdo el día que se acercó a mi mercería. Al igual que yo, Luis tiene pasión por la literatura y quería que lo orientara sobre unos textos que había escrito y quería editar€; y, ya de paso, aprovechó para contarme su historia. Me desveló que allá, en Ecuador, era profesor de instituto y que lo dejó todo por venir a España a ganar plata en la construcción€ Y la ganó. Fueron buenos años. Mandó suficiente dinero a su país como para que su esposa e hijos viviesen como reyes, comprasen una casa y ahorrasen cinco millones de las antiguas pesetas. Un día recibió la noticia de que su mujer, junto a un amante, había malvendido la finca y huido con todo el dinero ahorrado sin dejar rastro. Y desde entonces, Luis se encuentra aquí, sin bolsa y sin trabajo, varado en un país en crisis; sólo le queda una libreta y un bolígrafo (que no es poco) con que narrar sus penas.