Este fin de semana, en un cacareado debate sobre ´toros sí, toros no´, uno de los tertulianos sugirió que defender la tauromaquia era, a su juicio, como defender el garrote vil. «La pena de muerte también creaba muchos puestos de trabajo», alegó, «y no me irá a decir nadie que estaría bien hacer una ejecución en la calle». El caso es que de ahí surgió otro debate: si, hipotéticamente, llegase el terror, o nos volviésemos todos dementes y regresasen las ejecuciones públicas, la horca o las lapidaciones, ¿iría la gente a verlas? No me cabe duda alguna de que sí. Al igual que hoy en día se forman corrillos ante el cuerpo sin vida de alguien que ha decidido quitarse la ídem, o atascos en la autovía para mirar (con los dedos tapando los ojos, pero sólo un poco) un accidente con víctimas en la autovía. El horror gusta verlo desde fuera. No ser el protagonista (a no ser que seas masoquista), sí observarlo, analizarlo, tratar de comprender qué oscuras teclas de la mente humana se rompieron para dar lugar al crimen. La delgada línea que separa lo moral y lo legal nos hace detestar las ejecuciones. Las mismas que serían todo un éxito de público.