A veces, durante los encuentros con lectores para hablar de El último barco a América, una novela en la que el mar y el barco son metáforas del sueño de una vida mejor, aprovecho para contar una trágica historia familiar. Mis abuelos maternos se vieron obligados a emigrar durante unos años a Francia por motivos económicos. Cuando por fin regresaban en barco a España, uno de los niños -mi tío Fulgencio, de 4 años- falleció durante la travesía. Al parecer había muerto víctima de una peligrosa epidemia, lo que podía poner en peligro al resto del pasaje; por ello, el capitán obligó a echar el cadáver al mar. Siempre he imaginado al niño hundiéndose lentamente en el agua, hasta posarse en el fondo, donde miles de peces acudían hasta él, para devorarlo, dejando sólo el esqueleto. Esa imagen, repetida una y otra vez durante mi infancia, es la que ha hecho que yo nunca coma pescado.