A veces, me pregunto por qué viajamos, por qué abandonamos nuestra cómoda casa, nos despedimos de nuestros nada peligrosos vecinos y nos aventuramos durante quince días por esos mundos de Dios. ¡Qué se nos ha perdido en Pontevedra, en Londres o en las cataratas del Iguazú! Estoy convencido de que viajamos para contarlo después. Poco nos satisface más que, durante una cena de amigos, alguien comience a hablar de un lugar en el que hemos estado. Pero también viajamos para ralentizar el tiempo, dilatar los recuerdos, para vivir más€