Parece como si las palabras terminadas en -ón fueran más rotundas y expresivas a la hora de traducir los estados de ánimo. Si decimos hartazón, cerrazón, desazón o desolación, tenemos la impresión de que el sonido va in crescendo hasta que se nos llena la boca con el resonante final que dramatiza el significado, casi siempre negativo, de tales vocablos. Y eso es lo que debimos pensar los habladores comunes cuando, hartos del fastidio que nos producía un disgusto o la falta de distracciones, llegamos a la conclusión de que llamarlo con el consabido aburrimiento no decía con énfasis, sino con cierto desmayo y conformismo, lo que nos pasaba. Y entonces, ni cortos ni perezosos, como quien no quiere la cosa, nos inventamos aburrición, término que nos pintaba a lo vivo el fastidio, el malestar, la irritación, el enojo o el tedio casi inenarrable que nos embarga en ocasiones. Y desde entonces oímos a muchos decir «¡Qué aburrición!» cuando no les distraía una conversación, o confesar «¡Qué aburrición de visitas!» si los huéspedes no eran de su agrado. Aunque, por desgracia, ya pocos gustan de vocablo tan sugerente.