o he sido Raulista casi nunca. Si lo he sido, ha sido solo al final, cuando jugó en el Schalke demostrando que con compromiso uno puede ser lo que quiera, incluso ídolo en Gelsenkirchen en el ocaso de su carrera, en un equipo donde currar se valora más que los golpes de chequera. Los goles en Champions de Raúl con los alemanes debían contar triple. Será mi querencia por lo mediocre, pero no me digan que no tiene más mérito estar ahí, en el área, donde hay que estar para empujar el balón a la red en un equipo de media tabla para arriba, que coquetea cada cierto tiempo con el descenso y vive épocas gloriosas cada otro tiempo, jugando en Europa€ que hacerlo en los equipos de la chequera, ya sea blanca o azulgrana. Y de ahí para abajo, más mérito. Imaginen un jugador que llega en Segunda B y a los tres años hace debutar a una ciudad en Champions. Eso no lo ha hecho nadie.

No hay comparación. Cuando Messi o Cristiano hagan lo que hizo Maradona en Nápoles, esto es, hacer campeón a un equipo que no lo es, es cuando serán verdaderos mitos. Pues Raúl tuvo allí, en Gelsenkirchen, lo que para mi humilde opinión fue su verdadera consagración como un futbolista grande. Y lo reconozco, es que en el Madrid y el Barcelona me pierdo con los mitos. Son todos iguales o muy parecidos.

Pero si le debo algo a Raúl González Blanco es la delicia de haberme almorzado durante algo más de un año el mejor bocadillo que jamás me he echado al hambre. No sólo porque El Sol era un bar de barra metálica larga y coqueta, con luz clara y desapercibido en el mismo corazón del centro de la ciudad. No sólo porque allí siempre había gente interesante, cercana, y se envolvía todo en una camaradería de bar de paso casi paradisiaca. No sólo porque un retrato del genio Párraga iluminaba todo lo que allí acontecía, conversaciones de fútbol con elevadísimos tintes de genialidad, y no sólo de fútbol o ciclismo... La política regional volaba por la estancia hecha trizas en frases lapidarias€ allí quedaron muchos secretos, risas y confesiones.

Pero lo que quedó, y en esto sí que debo decir que fue la causa principal por la que tengo una deuda eterna con el siete blanco, fue el honor de haber puesto nombre al mejor bocadillo de la historia. Siendo justos, se lo debo más a Ángel, su creador y alma del Bar El Sol. Una media barra de pan recién horneado, partida en dos mitades curiosas, relleno de sobrasada deshecha al calor, mezclada con queso manchego tierno especial, algo de perejil, atún seco, tierno y sabroso, y almendras rotas sobre el pan más crujiente del día. Todo bañado por la más suave mayonesa que jamás ha existido, y confeccionado paso a paso con todo el cariño que un madridista de los de apoyar siempre, y mira que hay pocos, era capaz de reunir cada vez que le pedíamos aquella joya de los almuerzos murcianos.

Estos días en los que Raúl anuncia su retirada aquí estoy, escribiéndole un artículo, alabando al final su entrega y ejemplo de capacidad aprendida, también en fútbol. Su atrevimiento para jugar en un equipo alemán con la única exigencia de la incondicionalidad de sus gentes y porque todo ese empeño hizo que el gran Ángel, con el don del acierto le diera el nombre del siete blanco al mejor bocadillo que he probado jamás.

Gracias Raúl. Vale.