Doy por sabido que el bujo era esa ave rapaz nocturna de ojos redondos, siempre abiertos, sobre una cabeza esférica, rematada con dos penachos de plumas que figuran orejas. Pero sólo algunos recordamos su canto oscuro y cavernoso „buuuuh„ o inquietante y posesivo „mío, mío€„ que abuelas y demás familia aprovechaban para meter miedo a los zagales con que se los iba a llevar el bujo, también llamado bubo. Miren el bujo, acomodado en una rama, en la espesura del árbol, inmóvil, con sus inmensos ojos alunados, testigo alucinado de la noche, como si estuviera encantado. Pero no diremos más del bujo, sino de los que se abujaban, adoptando la pose del bujo. Así veíamos al viejo que se arrinconaba inmóvil junto al fuego, ajeno al trajín familiar; al retraído que se apartaba del hablarujo de la conversación, o al indivividuo alicaído que se refugiaba en la cama o el sillón sin apenas moverse. De todos ellos decíamos que estaban abujaos, echándoles en cara su actitud encogida e indolente. Pero como hay no existe la cercanía del bujo, difícilmente diremos de alguien que está abujao; aunque haberlos, sigue habiéndolos.