La novedad del mensaje cristiano es que me revela el valor del ser humano. Me exige hacerme ´prójimo´ y, por tanto, anular la distancia que me separa del ´otro´: acercarme. Curiosamente, estamos frente a una evidente paradoja: la distancia más larga, normalmente, es la que está entre mí y quien tengo más cercano. La más corta es la que hay entre mí y el prójimo lejano, el que no veo. A veces resulta más fácil acudir a las misiones de Burundi en plena África o a la leprosería de Marituba en la Amazonía, que acercarse a la vieja tía que está en una residencia a diez minutos de camino.

Hay quienes tienen tiempo para escribir a un encarcelado, pero no se acuerdan de poner una tarjeta a su mujer en el día de su cumpleaños diciéndole: «Te quiero». Para algunas es más fácil amar al grupito de amigas con quienes toman café todos los días que al anciano que tienen en casa o a la vecina de al lado.

Personalmente pido a Dios cada día la gracia de no dejar de ver a las personas que tengo ante los ojos, porque a fuerza de estar cerca tienen el peligro de hacerse invisibles.

Es verdad que existe el reclamo necesario e ineludible del prójimo lejano. Pero al prójimo al que hay que prestar atención es, antes que nadie, el que está al lado y que puede sufrir soledad, sentirse olvidado a causa de nuestra indiferencia, prisa, cerrazón, desprecio, o rechazo a comunicar.

Uno puede y debe dedicar su amor y sus cuidados a los últimos, a los ´descartados´ que dice el papa Francisco, pero estando atentos a no transformar en ´últimos´, marginados, excluidos a los de casa. Me parece que nadie ha conseguido borrar de la Biblia esta frase: «Sin desentenderse de los de tu sangre».

Hoy, a fuerza de hablar de familia abierta, corremos el peligro de vaciarla. Cuando se habla de solidaridad, de amor a los demás, de justicia, de caridad, nos acordamos inmediatamente de los hambrientos de la tierra, de los parados, de los marginados. Todo eso exige comprometerse y salir de casa. Ni por asomo sospechamos que el primer irrenunciable territorio en donde manifestar el amor e incluso la justicia, en donde derrochar la paciencia, la comprensión, la generosidad, la delicadeza, las fantasías del amor, el aguante sereno de los defectos ajenos, el respeto, es en la familia.

Conozco a ciertas personas sensibles y abiertos a los problemas sociales que no se les cae de la boca las palabras solidaridad y justicia, con el corazón que parece latir, según dice uno de ellos, al compás de las dimensiones del mundo, que no caen en la cuenta de haber creado en su propia familia un trozo de tercer mundo, bajo el signo del olvido, porque el corazón está completamente empeñado en latir en otra parte.

Individuos a quienes todos juzgan generosos, bondadosos, con capacidad de escucha, delicadeza, ternura, todos los de fuera, menos los de su casa, los miembros de su familia, que no han tenido la oportunidad de ver y de disfrutar esas cualidades. Para los de casa no queda nada, ni las migajas. Falta de atención, negligencia, frialdad, indiferencia, impaciencia. «Ahora no tengo tiempo de escucharte€ De esto hablaremos en otra ocasión€ No tengo ganas de chismes, ni de tonterías, con todos los problemas que hay en el mundo y todos los que tengo yo...»

La familia es el prójimo más cercano. ¿Y si intentáramos empezar por ahí nuestro deseo de cambiar el mundo? ¿No seríamos más felices si nos empeñáramos en ser pacientes, alegres, educados, disponibles, serviciales, pacientes, comprensivos, atentos, dentro de casa? Sería una enorme ganancia para los de dentro y para los de fuera.

Ayer estuvieron aquí en Barranda unos matrimonios, viejos amigos, y hablábamos de ´compromiso cristiano´, trabajo por los más pobres, etc. Me agradó escuchar su forma de vivir la fe pero me quedé con una duda: ¿Vivirán todo eso dentro de las paredes de sus casas?