La derrota (de momento) de Syriza y de las políticas antiausteridad en Grecia han provocado una auténtica conmoción en el seno de la izquierda, y avivado el debate en su seno en relación a cuál debe ser el comportamiento de quienes confrontamos con los recortes y el neoliberalismo en el constreñido marco de la moneda única. Hay quienes opinan que la rendición de Tsipras era obligada toda vez que la Europa de la troika no ha sido reemplazada por otra de naturaleza federal, social y solidaria, que rescate ciertamente a quienes quedan rezagados en lugar de arrojarlos a los infiernos de la deuda permanente y la sumisión. Y, ciertamente, este pensamiento arrastra una lógica aparentemente impecable: mientras en la eurozona no cambie radicalmente la correlación de fuerzas, no hay alternativa para los países periféricos, que junto a las capas populares, padecen la arquitectura establecida en los tratados de la UE. Es decir, hasta que éstos no se modifiquen radicalmente y se sometan a la gestión de fuerzas progresistas en la práctica totalidad de los países, sólo resta esperar los sucesivos memorádums esquilmadores.

En mi opinión, esta perspectiva representa para la izquierda quedar atrapada en un europeísmo estrecho que le impide articular un relato del cambio aquí y ahora. Efectivamente, Tsipras fiaba un destino diferente al que se le ha impuesto a Grecia al hecho de que, en España y otros Estados, fuerzas progresistas alcanzaran los gobiernos respectivos. En la izquierda española, igualmente, se confía en que la importante capacidad negociadora de España como país, dado su peso, permita a un futuro gobierno del cambio esquivar en buena medida los designios de la troika. Vanas ilusiones todas ellas, a mi entender. Porque no asimilan la idea de que la actual eurozona es una autocracia regida por un poder ilegítimo (la troika), no electo, representante directo del Estado alemán y de las finanzas. Además, no reformable desde su seno, puesto que los tratados legales en los que se soporta, así como las prácticas reales que ejecuta, están absolutamente blindadas a fin de que predomine la relación acreedor-deudor. Tan sólo un escenario en el que la práctica totalidad de los estados europeos estuvieran bajo gobiernos honestos, podría albergar esperanzas de la construcción de esa Europa social y políticamente unida que evitaría los desastres actuales. Y, obviamente, ese marco ni está ni se le espera en un horizonte histórico bastante prolongado. Por tanto, remitirse al mismo como alternativa supone renunciar a serlo. Porque en la zona euro no hay un marco unificado de la lucha de clases; hay escenarios muy distintos de ésta según la condición de acreedor o de deudor que cada país presente. En definitiva, hay un conflicto entre el centro y la periferia de la UE, y esta realidad sólo permite dos opciones: o una estrategia política compartida de los países deudores frente al bloque acreedor, o una desconexión respecto del sistema para aquellos miembros que determinen desprenderse de la austeridad alemana. Dicho de otro modo: cuando en España alcancen el gobierno las candidaturas de unidad popular, la plasmación del programa que van a poner sobre la mesa no va a ser posible en esta Europa. Como una nueva Europa no se vislumbra ni siquiera en el medio plazo, bien se plantea una superación de la misma, bien se le pide a la gente aguante y resignación a la espera de imprecisos e indefinidos tiempos mejores en los que desde Berlín hasta París, pasando por Amsterdam, gobiernen simultáneamente unas izquierdas alternativas humanas y solidarias.

En Grecia, el sector de Syriza opuesto al acuerdo con el Eurogrupo, habida cuenta de la reciente experiencia sufrida, apuesta claramente por una desconexión ordenada y técnicamente bien construida del euro. Porque, como aseguran economistas del prestigio internacional de J.Bradford, Stiglitz o Krugman, el coste de salir de la eurozona es menor que el coste a largo plazo de quedarse en ella. La izquierda necesita un plan B para que no le pase lo que en Grecia.