lgún tiempo después la volví a ver. Yo estaba de paso en su ciudad, donde nos habíamos conocido años atrás. Habíamos compartido apenas unos días, pero nos pareció que hubiera sido suficiente para seguir juntos de habernos atrevido a reconocer que el amor puede ser una oportunidad perdida. Pero le sonreímos con desdén al destino, seguimos adelante y después el tiempo se encargó de cubrir de tristeza aquellos días. Estaba atardeciendo cuando, saliendo a la plaza desde vía San Romano, al pasar por delante del Teatro Nuovo escuché mi nombre. Era ella.

Lo supe antes de verla, incluso imaginé que algo dentro de mí ya me la había hecho recordar al ver la bicicleta blanca apoyada en la pared.

Entré en el café y nos saludamos como si hubiera sido el día anterior cuando fuimos presentados. Me dolió esa naturalidad suya tanto como desprecié mi fingida frialdad, pero las atribuí, al menos por mi parte y preguntándome si el sentimiento era recíproco, al mismo miedo a reconocer que si fuéramos más inocentes dejaríamos que un amor todavía sin nombre desbaratara nuestra vida. Me invitó a sentarme junto a ella al lado de la ventana y le dijo al camarero que me sirviera lo mismo que estaba tomando ella. Ese gesto fue el único que me devolvió a la mujer que conocí. Después hablamos del tiempo. Estaba siendo un verano muy caluroso.

«He visto tu bicicleta y la he reconocido», le dije. Pero ella no contestó. Como si me hubiera invitado al silencio, nos quedamos los dos callados, yo un poco avergonzado.

Tenía el pelo más rizado que como lo recordaba y lo llevaba recogido en la nuca. El vestido claro podía ser alguno de los que llevaba cuando estuvo conmigo hacía varios veranos: el vestido blanco de tirantes que parecía hacerla volar cuando atravesaba con su bicicleta el rectángulo de la plaza antes de girar y desaparecer bajo el arco de la Piazza della Cattedrale. Apoyada en el cristal, la bicicleta, con la cesta un poco descolorida, brillaba todavía como si hubiera recogido la luz del cielo mientras la calle se cubría de sombras. Ella no me preguntó por qué había vuelto, pero en nuestro silencio recorríamos alegremente -otra vez su vestido al viento- las callejuelas bajo los arcos, dando saltos en los adoquines, rodando sobre la hierba seca y la luz de los jardines.