Un titular de cierto medio sobre la toma de posesión de los nuevos consejeros autonómicos señalaba que estaban ilusionados y «acongojados». Asistimos al nacimiento de una nueva acepción para una palabra ya recogida en el diccionario de la RAE. Porque últimamente se extiende la congoja en nuestro país, tal vez para contradecir al presidente, que insiste en que salimos de la crisis pese a que unos cinco millones de desempleados siguen acongojados.

La profunda tristeza de los escuderos de PAS contrasta con su ilusión por iniciar los nuevos proyectos, que probablemente se vean lastrados por la falta de recursos económicos. De manera que se sienten como el que tiene un tío en Granada, en la más absoluta de las naderías nazaríes.

La verdad es que el término ha arraigado en los medios deportivos como muestra del fair play de nuestros campeones. Si uno de los finalistas va ganando a falta de pocos minutos para finalizar el partido, los inminentes campeones se sienten acongojados ante la perspectiva de ver perder a sus enconados rivales. Y se encierran en su campo porque no pueden soportar el espectáculo de ver humillado y vencido a su eterno rival. Ese es el espíritu del olimpismo que propugnara el Barón de Coubertin.

Cuentan de Quevedo que hizo una apuesta con un amigo a que sacaba a relucir la cojera de la reina sin que ésta se ofendiera: «Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad es coja». Pero Isabel de Borbón, reina poco acongojada, que más era temida por su característico mal genio y su capacidad para acojonar, al contrario de lo esperado, sintiose tan halagada que no sabía qué elegir. La anécdota para explicar un calambur probablemente sea apócrifa, pero ilustra bien a las claras cuál es el signo de los tiempos. Mientras que en el siglo XVII las ocurrencias eran juegos florales, en el XXI son pura y simple pacatería y alarde de ignorancia.

Vivimos tiempos de mudanza, qué duda cabe. Y un paradigma de este cambio es la invención de la lengua. Lo curioso del caso es que mientras la Real Academia Española emprende un esfuerzo de cohesión con otras academias hispanoamericanas, lo que la hace permeable a ciertos modismos que difícilmente arraigarán en el habla son los políticos los empeñados en hacer suyo el lema «limpia, fija y da esplendor».

Ensimismados en su propia guerra contra lo que denominan sexismo, incluso machismo del idioma.

Un reciente informe de la Academia vuelve a incidir en que las reglas del idioma no pueden modificarse a golpe de decreto. El cargante «todas y todos» que parece hacer mayor el número; el chirriante «ciudadanas y ciudadanos», repetido a cada ocasión; hasta el uso del vetusto signo de la arroba (@), recuperado para los e-mail, pretende servir ahora como nuevo genérico. En el fondo, pura ignorancia de la lingüística es la discusión de patio de colegio. Las palabras tienen género, pero no sexo. Las personas, seamos de un sexo u otro, sólo tenemos un género, el humano.

La igualdad en cuanto al tratamiento en los órdenes sociales sin discriminación sexual es como la lengua, va calando poquito a poco, es cuestión de tiempo. Dejemos los precipitados para la química. Lo mismo le pasa a la democracia, no basta tener leyes democráticas, el espíritu ha de impregnarse en el pueblo. La falta de esto último es notable en España y con singularidad en Murcia. Todavía hay muchos restos de caudillismo en el país y de caciquismo en las provincias. Mantengo firmemente que hay que legislar menos (vivimos tiempos de hipertrofia normativa) y educar más.

El idioma es vehículo para la transmisión de las ideas y hasta permite a la ideología hacer proselitismo. Pero el debate, incluida la refutación, sólo es posible entre quienes comparten unos mismos códigos. Si hablamos un idioma inventado, pareceremos niños con lengua de trapo, elfos de Tolkien, tratando de rebatir en la Curia Hostilia al mismísimo Cicerón.