El otro día, tras un animado encuentro literario con lectoras que habían leído uno de mis libros, compartí una cerveza con algunas de ellas. Fue entonces cuando una de las contertulias me confesó que era juez. Al escuchar la profesión, quedé paralizado: «¡De la que me he librado! „pensé„. Ha sido una suerte el que no le haya desagradado la novela». Y es que si yo fuese juez, después de haberme gastado una pasta en un libro que no me hubiese gustado, después de haberle dedicado a su lectura unas horas preciosas de mi vida, dictaría orden de prisión incondicional para el autor. Siempre hay motivos para encerrar a alguien.