La frase de Las Catilinarias de Cicerón ha sido siempre motivo del jolgorio de los compañeros de clase de Latín del instituto, cuando algún alumno menos aplicado hacía una traducción libre. Esto despista un poco del sentido y del momento en que la dijo Cicerón. Catilina era uno de sus rivales políticos y en su programa estaba la condonación de las deudas. ¿Les recuerda a alguien? Era un populista, también llamado demócrata o popular, para que vean que los términos que empleamos para referirnos a categorías del pasado lleven demasiadas connotaciones del presente y la traducción siempre acarrea una pequeña traición, nunca es fidedigna.

En cualquier caso, la imagen que nos ha quedado es la que nos da su rival, Cicerón, porque de aquellos debates en el Senado de Roma, sólo quedan Las Catilinarias, una de las piezas más excelsas de la Retórica. Cicerón apelaba a los tiempos antiguos, a las costumbres de los fundadores de la patria, de los antepasados, para distinguirlos de las ignominias del presente.

Y el ahora es también un relato, una historia de la infamia, que diría Borges. Porque no me digan que cada día no nos trae una nueva y sórdida crónica de la corrupción. Ahora en malversaciones de los dirigentes de cierto sindicato, luego en decisiones municipales que se escudan en supuestos criterios técnicos, otro día los regalos que recibe la hija del líder, como si fuera la de don Vito Corleone, con un desfile de almas agradecidas rindiendo pleitesía al Padrino. Yo debería hablarles de la presunción de inocencia. De que un procesado es aquél contra el que se dicta el auto de procesamiento, o el de apertura del juicio oral, una vez terminada la instrucción judicial de la causa. Previamente a eso llamamos imputado a aquél que es citado a declarar por su posible participación en unos hechos delictivos, en las diligencias judiciales de investigación o averiguación de los hechos. Diputado es el miembro del Congreso, sin que tenga por qué relacionarse con los términos anteriores, pero si es imputado, sólo será enjuiciado ante el Tribunal Supremo, porque es aforado. Hasta que no se dicte sentencia, ninguno será condenado como reo de un delito.

Pero mientras se incoan las diligencias previas, se instruye la causa y se convoca a juicio oral, cuando levanté los ojos de los autos o de las noticias (que tampoco son la misma cosa), «miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes hoy desmoronados, de la carrera de la edad cansados por quien caduca ya su valentía». Si Quevedo y el siglo XVII nos quedan ya lejano, más próximo es el tiempo en que se conquistó la democracia. Sin embargo, debemos ser conscientes de que ésta no se consolida hasta que no se asienta en las conciencias de los ciudadanos. En los albores, era tanta la ilusión por construirla, que la sociedad civil tomó parte. El estamento político se vio poblado de una amalgama de ciudadanos de diversa procedencia. Miembros del régimen con ideas de reforma, políticos en el exilio que retornaban a la patria perdida, sindicalistas que habían militado en aquel sindicato vertical en el que estaba prohibida la palabra huelga, profesores, juristas, funcionarios, profesionales jóvenes o maduros, ansiosos por participar en lo que era una construcción nacional.

La pluralidad política se construyó en torno a los partidos políticos; la descentralización, a través de las comunidades autónomas y de la autonomía municipal; la reivindicación de los derechos laborales, a través de los sindicatos. Todas estas estructuras requerían funcionarios y altos cargos. A éstos correspondía organizar, dirigir y construir la conciencia ciudadana. Pero al cabo de los años, el mérito ha sido sustituido por el nepotismo, la capacidad por la picardía y la virtud por el vicio. No son malas las estructuras, ni los trabajadores y funcionarios que día a día cumplen con su trabajo, pero ven pasar por delante a otros que no tienen más oficio que sus galones, ni más sentido del Estado que sus propias ambiciones. Hombres de paja que usan la colonia y el honor para ocultar oscuras intenciones, que cantara Serrat. Hasta algunos de ellos han llegado a puestos relevantes y han usado sin pudor el verbo para prometer trabajo, agua y obras públicas.

En las turbias aguas que discurren por casi todas las cuencas hidrográficas, algunos han pescado en río revuelto. Ahora, letrados y periodistas manejamos términos jurídicos un tanto confusos para la población, lo que permite a todos los partidos medir con distinta vara las camisas de los otros. No basta con limpiar las listas de candidatos imputados, sino vestirlas con mentes lúcidas que tengan por bandera la reconstrucción de los muros de la patria. Por eso me viene a la memoria la frase de Cicerón «o tempora, o mores!», que no tiene nada que ver con el tiempo de los moros, pero sí con el comportamiento moral de que hicieron gala quienes tuvieron claro que España debía parecerse a las democracias de nuestro entorno.